Page 5 - Actas Afrancesados y anglófilos
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corruptora, cuya reprobación amplió en seguida su radio de acción aplicándose a la afición a lo extranjero en cuestiones de extravagancia y lujo, y también de formas de vida y sociabilidad.Lo primero resultaba censurable como afectación y ostentación, y también por disipar los patrimonios familiares y empobrecer el país al aumentar el déficit de la balanza de pagos como consecuencia de la importación de productos de lujo. Lo segundo apuntaba a cuestiones de mayor alcance, como el apartamiento de la devoción religiosa, la pérdida del decoro y el recato, y el adulterio femenino. En una primera aproximación la cuestión se resumía en la palabra “petimetría”, que es la condición de “petimetre”, calco del francés “petit maître”, palabra que podría traducirse por “esnob”; el diccionario de Esteban de Terreros define a mediados de siglo “petimetre” como sinónimo de repulido, afectado, presumido, ridícula y exageradamente atildado. En obras ligeras, como varios sainetes de Ramón de la Cruz, la petimetría se asocia al desprecio de las costumbres y tradiciones españolas. Otras de mayor enjundia enfocan de distinto modo la cuestión, aun conservando lo esencial: así en el largo poema “El filósofo en el campo” (1794), de Juan Meléndez Valdés, donde se contraponen los vicios de la sociedad urbana a las virtudes de la rural, los valores humanos y los sentimientos nobles brillan por su ausencia en la urbana, símbolo de cuya corrupción es la marginación, la pobreza y el desprecio que esperan a los virtuosos y a los que con su laboriosidad sostienen el peso de la sociedad, atropellados por la carroza de un arrogante peluquero.La progresiva galofobia desembocó pronto en cuestiones más graves.Desde el inicio del reinado de Carlos III, la Iglesia y los sectores conservadores españoles estaban en guardia contra una Ilustración francesa que había adquirido, a fines del reinado de Luis XV, un ostensible carácter subversivo y antirreligioso, y que no ahorraba sus críticas a una España caricaturizada en la Inquisición y en la llamada Leyenda Negra.Acto seguido, la Revolución Francesa desengañó a la mayoría de los españoles, muy destacadamente desde la ejecución de Luis XVI; y la guerra que España declaró a Francia y que se mantuvo entre 1793 y 1795 desencadenó una galofobia sin límites, que tendrá su natural prolongación en la Guerra de la Independencia. La intervención francesa en España dividió a los españoles en tres sectores: 1o, los “afrancesados” (Meléndez Valdés, Moratín), partidarios de la colaboración con una nueva dinastía que, iniciada en José Bonaparte, llevara a cabo sin trampas ni dilaciones los viejos programas de reforma ilustrada; 2o, los partidarios de un régimen constitucional moderado y leal a la casa de Borbón, como Jovellanos; 3o, los reaccionarios a ultranza, enemigos de toda reforma, nostálgicos de la España imperial y partidarios de la monarquía absoluta.Entre estos últimos van a brotar las manifestaciones más extremadas y descerebradas de galofobia. Por poner algunos ejemplos de brocha gorda, se denomina “mal francés”, el término habitual para designar la sífilis, cualquier elemento cultural, literario o ideológico procedente de Francia; su entrada y difusión en España se equiparan al contagio y a la extensión de una epidemia, y se interpretan como prueba de una campaña de larga y taimada inflitración destinada a crear, en el momento de la invasión napoleónica, una quinta columna de colaboracionistas antipatriotas.3


































































































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