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les concediese su bendición material y espiritual, hasta que finalmente volvían a la iglesia1.
El nuevo deber sacramental que los jesuitas difun- dían no solo exigía a los conversos la plena acepta- ción de Dios y su omnipotencia divina, sino también la sustitución de los objetos que idolatraban por las reliquias de los patronos de la orden (san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier), que canalizaban los poderes taumatúrgicos para su uso por parte de la comunidad religiosa y social (Solórzano, 1683, fols. 127r-131r). A fin de cuentas, Satanás estaba presente en aquellos objetos con los que se ataviaban los na- tivos para expresar sus creencias idólatras, al igual que en las creencias en sí, y los jesuitas consideraban que su propia orden era la mejor preparada para extirpar la idolatría de los pueblos bárbaros. También se espera- ba que los nuevos cristianos marcaran sus casas con cruces de madera y otros símbolos cristianos, tanto para trazar una frontera figurada entre los espacios paganos y los cristianos, como para protegerse de las fuerzas demoníacas (Cañizares-Esguerra, 2007: 154).
El 2 de febrero de 1669, poco después de la muer- te de Juan Kepuha (23 de diciembre de 1668), el pa- dre San Vitores fundó la iglesia del Dulce Nombre de María, junto con una escuela y una casa para las au- toridades civiles y eclesiásticas, todo ello en tierras donadas a los misioneros por el difunto jefe (García, 1673: 61-63). La construcción de estas edificaciones consagró al archipiélago, certificando el derecho y el deber de la Corona española de difundir el evangelio en este nuevo territorio de ultramar, el más reciente, al tiempo que se defendía a la Corona y a los habitan- tes de la isla de los heréticos enemigos de los monar- cas católicos2. Además, simbolizaba el compromiso de
1 El acto de contrición consistía en «una processione, da svolgersi dopo il tra- monto del sole, che partendo dalla chiesa principale percorreva tutti i punti salienti della città. Era guidata da una persona armata di un campanello, con il quale avvisava la gente del suo passaggio, seguito da un’immagine del Cristo crocifisso illuminata da due persone con delle lanterne; ancora dietro camminavano i ministri evangelici, e in ultimo il popolo silente» («una proce- sión que tendría lugar tras la puesta de sol y, partiendo de la iglesia principal, atravesaba todos los puntos destacados de la ciudad. La encabezaba una persona que sostenía una campana, con la que advertía a la gente de su paso, seguida de una imagen de Cristo crucificado iluminada por dos perso- nas con farolillos; detrás, caminaban los sacerdotes y, por último, el pueblo en silencio») (Broggio, 2003: 227-61). Además, Broggio señala que «San Vito- res no se limitó a trasplantar al Lejano Oriente las ceremonias propias de su país de origen: conocía las técnicas innovadoras que se habían beneficiado de la experiencia obtenida de las misiones internas» (Broggio, 2007: 251).
2 Según García, unos años antes habrían arribado en las Marianas navíos holandeses. Relación de la vida, 49. Véase también Ledesma, 1670, fol. 2r.
los jesuitas de permanecer en las islas. Los misioneros pronto ampliaron su radio de acción a las Marianas del Norte, centrándose especialmente en las tres islas con mayor densidad de población: Saipán (bautizada como San José), Tinián (bautizada como Buenavista Mariana) y Rota (también conocida como Sermana o Zerpana, bautizada como Santa Ana).
Los misioneros jesuitas relataron que los chamo- rros llevaban vidas sencillas y tranquilas, y eran, por tanto, un pueblo dócil sin religión (Villagómez, 1981). A la vista del pacífico recibimiento dispensado a los misioneros, no preveían ningún obstáculo para seguir difundiendo la palabra de Dios. Sin embargo, este op- timismo pronto vino seguido de un violento rechazo, especialmente por la clase urritao3, compuesta por varones jóvenes y solteros que vivían en casas comu- nes con algunas mujeres, también jóvenes y solteras, que mantenían relaciones sexuales con ellos a cambio de una retribución económica. A ojos de los jesuitas, esta costumbre constituía una horripilante forma de prostitución institucionalizada, por lo que de inme- diato se propusieron abolirla4. Los urritao no eran los únicos nativos que chocaban con aquellos entro- metidos forasteros. Los líderes religiosos locales (ma- canas) pusieron el grito en el cielo al ver el trato que recibían sus objetos sagrados a manos de los jesuitas, que estos consideraban tótems satánicos que vincu- laban a los indígenas con el falso culto a los espíritus ancestrales (anite o anitis) y, por tanto, les impedían
3 La institución de las guma urritaos, o casas de solteros, existía en toda Oceanía y en otras zonas de Asia, y también había instituciones similares en zonas de América y África. En Guåhån cuando un niño llegaba a la ado- lescencia, tenía que abandonar el clan paterno para vivir en la guma urritao, o casa común de solteros, de su clan materno. Allí, los jóvenes púberes aprendían a ejercer todas las funciones y tareas que deberían asumir como hombres. Mientras vivían en las guma urritao, debían evitar el contacto sexual y social con mujeres solteras, a excepción de aquellas con las que convivían. Estas, enviadas por sus familias, recibían dinero a cambio de sus servicios, que consistían en ayudar a los solteros con sus necesidades sexuales y domésticas, y permanecían en la casa hasta que estaban listas para salir como mujeres casadas (generalmente, con alguno de los solteros que habían conocido en la casa). De inmediato, se la sustituía por otra sol- tera. Los sacerdotes jesuitas consideraban esta institución una aberración, pues veían a los jóvenes como degenerados, a las muchachas, como pros- titutas y, lo peor de todo, a los hombres que vendían a sus hijas para que realizaran favores sexuales, como moralmente corruptos. La frontal oposi- ción de la Compañía a esta institución consuetudinaria fue, sin duda, una de las cuestiones más polémicas del proceso de evangelización, así como uno de los principales motivos por los que los indígenas reaccionaron con violencia contra los misioneros durante los primeros años de la misión.
4 Manuel de Solórzano dejó constancia de esta repulsa en una carta a su padre, escrita en Agadña con fecha del 1 de junio de 1677. Cartas, fol. 120v (Coello y Atienza, 2020).
2 HUGUA. EL PERIODO COLONIAL
  























































































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