Page 320 - Goya y el mundo moderno
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llos, complejos, zigzagueantes en oca- siones, que se encuentran y reencuen- tran en otros artistas. La creación de la subjetividad en retratos y autorretratos es la primera sección; después, la vida de todos los días, con sus diversas deri- vaciones; lo grotesco y cómico, dispa- ratado, la tercera; el ejercicio de la vio- lencia, con ese centro fundamental, in- tenso, que es la guerra, la cuarta; el gri- to, por último, la quinta: reduce los ros- tros de aquella subjetividad que se vio en la primera a despojos de figuras, re- sonancia de ecos, individuales y colec- tivos, personales, universales.
Concha Lomba, Valeriano Bozal
Humanos despojos
Jaime Brihuega
La sangre y la pintura
«Despojo», «piltrafa», «guiñapo»... «estrago». A veces, los idiomas ateso- ran palabras que invocan imágenes es- pecialmente intensas. Formas que se agolpan en el pensamiento con una contundencia visual y sonora capaz de escapar a nuestro control. Ocurre con las que aparecen al principio de estas líneas. Voces que reclaman imágenes de silueta hiriente, especialmente visi- bles dentro del gran bazar de nuestra experiencia del mirar acumulado.
Tal sinestesia se produce también en un sentido inverso. Esto es, como co- rriente que fluye desde determinadas imágenes hacia la orilla donde aguar- dan las palabras que, ante ciertas si- tuaciones visuales, saltan como lascas de trayectoria imprevisible.
Sucede, por ejemplo, cuando contem- plamos la carne inerte y los alaridos de espanto que se entrelazan sobre un cár- deno cuajarón de sangre en El 3 de ma- yo de 1808. Amasijados sobre este pe- destal amoratado, los muertos, el mie- do y el horror dislocado de quienes es- tán a punto de morir forman un blo- que cuyo patetismo equilibra la ma- quinalidad descerebrada de sus verdu- gos. Mecánica de guiñol la de estos otros que, a su vez, se asienta sobre el basamento fantasmagórico que com- ponen sus propias sombras. Así, bra- vura animal y crueldad mecánica se neutralizan mutuamente sobre una ba- lanza ajena a los horizontes que soña- ra el siglo de las luces. Contemplando tal panorama de que- brantos de la condición humana, «des- pojo», «piltrafa» o «guiñapo» son pa- labras que aparecen ante nuestros ojos y oídos, casi ante nuestro tacto, como un irremediable movimiento reflejo. El propio Goya, parco cuando senten- cia por escrito, utilizó la palpitante voz
«estrago» en la lámina 30 de los De- sastres de la guerra (Cat. 104),1 en la que todo es emotivo y sobrecogedor desperdicio pero, a la vez, único so- porte digno de servir como lúcido es- tuche para una condición humana tan maltrecha.
En cierto modo, el bien sólo podía que- dar restablecido en la conciencia con este general asesinato de la belleza, el heroísmo, la dignidad y otros oropeles con que se teje la máscara del ser hu- mano. Reflejando a éste en el desaso- segante espejo de la lucidez. Aunque, eso sí, una bondad restablecida bajo su dolorosa situación de ausente. Mucho tiempo después, ya en el cam- bio del siglo, cuando Picasso volvió a entonar un canto emocionado a los avatares del ser humano, lo hizo con melancolía pareja, pues lo erigió sobre una galería de borrachos, putas, por- dioseros y otros miserables despojos, fruto de la desigualdad y la injusticia. Y aún después, y también como lo hi- ciera Goya, Picasso volvió a fundir víc- timas y culpables en un mismo bucle de sufrimiento a través de la equivoci- dad alegórica que, en 1937, mostraron el toro y el caballo del Guernica. Pero hay algo más. La cuajada sangre de los «fusilamientos», no sólo ha per- dido su condición de líquido sino, ca- si, su condición de sangre. Es lo que también ocurre con el farol que ilumi- na la escena, que ya apenas responde a su palmaria condición de foco ígneo, porque reclama para sí representar el papel y a la vez ocupar el lugar que de- bieran corresponder a nuestra mirada lúcida. También lo hacen los ojos des- pavoridos de los caballos que, en El dos de mayo de 1808, se muestran co- mo los únicos ojos «humanos» que po- demos encontrar en todo el cuadro. En el interior del territorio figurativo que se puede componer desplegando toda la producción de Goya, este cár- deno cuajarón de sangre establece un lugar privilegiado. Aquél donde «lo pintado», alejándose de su inicial vo- cación de «artefacto para la mímesis», muestra más explícita y visiblemente que en ningún otro su «condición ma- terial de pintura». Y, simultáneamen- te, «la condición poética que dicha ma- terialidad lleva aparejada».
Se define así, una vez más en la histo- ria del arte occidental, la capacidad taumatúrgica del arte de la pintura. Pues sería en el «poder dilucidante de la mirada pictórica teñida de ética» (fa- rol y sangre) donde el ser humano en- contraría indicios de una ruta de re- dención y reconquista de la dignidad perdida en el ejercicio de la barbarie. Hay una obra de Tàpies donde «la san-
gre representada pierde también su condición icónica de sangre» y, confe- sándose «pintura», esto es, asumiendo ser «materia que entraña pura sustan- cia poética», muestra su capacidad pa- ra exonerar al ser humano de sus car- gas. Ocurre en Matalàs,2 una pieza que alguien calificó en su día como «col- chón herido por el desgarro».3 Ningún objeto puede resultar más so- brecogedor que un viejo colchón aban- donado en la basura. Generalmente, en cuanto nos topamos con él lo visuali- zamos como elocuente alegoría de la vida y la muerte. Sus aterradoras man- chas y desgarros hablan de dolor, ex- cremento y agonía. Pero también de amor, placer e incluso de fecundidad. El rastro de una vida humana extinta se suele concentrar simbólicamente en este desperdicio cuando, abandonado, destaca en un paisaje de basuras. Partiendo de la vetusta tradición del re- ady-made, en Matalàs Tàpies se limita a «designar un objeto preexistente». A continuación, interviene en él median- te un «acto de mímesis pictórica» que emula las manchas de sangre biográfi- camente acumuladas por el colchón. Pero el artista desplaza levemente el emblemático rojo hacia un naranja ca- si fluorescente, como si se tratara de inoxidable e inoxidante minio. De es- ta manera advertimos que aquí, como en El tres de mayo de 1808, el cuaja- rón ha perdido su biológica condición semántica de sangre para asumir, visi- blemente, la taumatúrgica identidad que supone «ser pintura».
En cualquier caso y más allá de esas la- cras de nuestra condición histórica que obsesionaron a Goya, de lo que la pin- tura pretende redimirnos un poco en Matalàs es de nuestra inexorable con- dición de muertos en proyecto.
Heridas que no irrigan sangre
Cuando está entre los labios, un trozo de carne cruda alerta de su presencia, sobre todo, por la táctil frialdad que transmite. Fragmento de cadáver, no moja ya demasiado con una sangre que no circula por él. Si acaso, humedece levemente con algún resto exánime de fluidos ya estáticos. Es la palpable di- ferencia entre lo vivo y lo muerto.
A veces, la experiencia de la carne cru- da y cercenada puede pasar a ser, pro- yectivamente, la de nuestro propio cuerpo, desvalido y vulnerado por la- cerantes aberturas que antes no existí- an sobre su superficie. Ello equivale a una especie de autorreflexiva pulsión del thanathos, experimentada desde una situación en la que «sujeto» y «ob- jeto», «yo» y «ello», se confunden obs- cenamente.
Por tales razones, la imagen de brechas inferidas sobre carne que apenas irriga sangre (y con ello manifiesta su necró- tica condición de carne cruda) puede, incluso, ahondar más en lo siniestro que aquellas que muestran su manar explí- cito. O que imágenes que exhiben tru- culencias manifiestas. Así, la visión de una mutilación o herida incruentas (o incapaces ya de eyectar sangre) induce situaciones imaginarias en las que pa- recen conservarse, pavorosamente in- tactas, tanto la clarividencia de quien mutila como la de quien es mutilado, de quien hiere o de quien es herido. Su- jetos cuya conciencia no puede evadir- se ya del espejismo de horror que la ase- dia, pues no la arrastra el torrente em- pático que suele producir la visión de la sangre que brota a chorros mientras se lleva el hálito de la vida.
Tal es la especie de «estado de sitio» al que se ve sometida nuestra conciencia frente al goyesco Saturno devorando a un hijo (1821-1823, Museo Nacional del Prado) (Fig. 1), pintura que, en pa- labras de Saura, constituye un verda- dero «emblema de la autodestrucción y de la melancolía furiosa».4
Porque incluso esa sangre que mancha aparatosamente el trozo de brazo que el dios devora es, nuevamente, más cua- jarón que fluido, más mancha que lí- quido en movimiento. Como también vuelve a tener más condición de pintu- ra que de sangre propiamente dicha. Y porque ni siquiera las líneas rojas que bordean los dedos de las manos de Sa- turno parecen preocuparse demasiado por mostrar la presencia de la sangre derramada, que es para lo que en prin- cipio existen. Sangre derramada du- rante una muerte ocurrida en un mo- mento anterior. Un momento próximo, pero que ya es «pasado». Como ocurre con la ondulante diagonal roja que cru- za el lienzo de Boccioni Estados de áni- mo. Los adioses (1911, Nueva York, MoMA) (Fig. 2), esos trazos goyescos, expresados casi en términos de «pintu- ra-materia», son sobre todo «líneas de fuerza» que subrayan la tensión de una gestalt cargada de energía: aquella con la que el dios bestializado estruja la ca- davérica crudeza maltrecha de lo que, en realidad, es carne de su carne. Carne que ya es sólo un casi-cuerpo, cuyos inanimados restos penden gra- vitatoriamente de las casi-garras de Sa- turno, mostrando un desplazamiento oblicuo de los glúteos5 que no es ajeno a ciertas resonancias clásicas. Aunque en este caso tales resonancias hayan si- do abruptamente canceladas. Un cuer- po de proporciones adultas, cuya pa- radójica pequeñez agiganta aún más la figura de Saturno. Un cuerpo dotado
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