Page 321 - Goya y el mundo moderno
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  de ondulante esbeltez que recuerda la de ciertas figuras presentes en compo- siciones del Greco como Laocoonte, El martirio de San Mauricio o El quinto sello del Apocalipsis. Pero con una bru- tal diferencia, pues mientras las figu- ras del griego muestran un movimien- to ascensional, la presa de Saturno cuelga transfigurada en «despojo, en guiñapo, en mera piltrafa de carne cru- da y semidevorada».
En su apasionado y apasionante estu- dio sobre el Saturno de Goya, Földén- yi señala precisamente lo contrario, al hablar, como algún otro autor, de un «banquete sanguinolento».6 Incluso lle- ga a hablar de la «sangre que cubre los hombros y el lugar de la cabeza».7 Sin embargo, pienso que la única sangre que se muestra claramente como tal es la que mancha el brazo del hijo y la que bordea los dedos de Saturno. Esto es, aquella que se ha trastocado por ex- plícita materia pictórica y por energé- ticas líneas de fuerza, respectivamente. El resto del color rojo que vemos en el hombro lacerado y en el cuello deca- pitado es, sobre todo, el color de la car- ne desgarrada y exánime. El de la car- ne cruda y aún fresca.8
Es razonable pensar que, una vez co- nocido por el público del arte, el Sa- turno de Goya quedase grabado en al- gunas retinas perspicaces y, con el tiem- po, fuertemente anclado en el imagi- nario colectivo, consciente o no.9 Has- ta tal punto, que nos parece ver repe- tidamente su huella incluso cuando re- corremos un mismo museo de arte mo- derno. El de Bruselas, por ejemplo. Desde una de sus salas, las piernas col- gantes del hijo de Saturno nos vienen a la memoria cuando contemplamos las de unos niños apretujados por su madre, en la escultura de Minne La douleur (1888). Y, unos metros des- pués, las despiadadas garras del Satur- no devorador se transfiguran ante nuestros ojos a partir de las manos de El Papa de los búhos, que Francis Ba- con pintara en 1958.
La truculencia sanguinaria está ínti- mamente adosada a la tradición figu- rativa española. La espeluznante ico- nografía del martirio que derrocha la pintura religiosa de nuestro Siglo de Oro se refuerza con las aportaciones de la escultura procesional coetánea, también plagada de santos sacrificados y de sanguinolentos cristos crucifica- dos o yacentes. Con este verdadero fes- tival del gore barroco, nuestro arte lle- vaba hasta un límite verdaderamente orgiástico la emotividad que, en torno al dolor y al sufrimiento, desplegó en Europa y América la ideología visual de la Contrarreforma.
Goya se apartó de la corteza de este re- clamo fácil que la tradición le ofrecía y, apostando por recursos de más hon- do alcance, lo superó en intensidad. Pa- ra enunciar visualmente el espanto que emana de la visión de un cuerpo taje- ado, optó por esta exhibición frontal de carne semidevorada que ya apenas sangra. O cuya escasa sangre exhibida muestra su explícita identidad de pin- tura. Lo que, a la postre, acaba im- postando un énfasis trágico que inclu- so podría rozar la perversidad, si no fuese por el específico talante moral de Goya.
Aunque de manera menos trascenden- te, Goya ya había abordado el tema de la antropofagia en varios dibujos y gra- bados (hay incluso un dibujo que pue- de considerarse precedente directo del Saturno)10 y en algunos de los cuadros de la serie conocida como Salvajes.11 Concretamente, en los dos que se con- servan en el Musée des Beaux Arts de Besançon, Salvajes descuartizando a sus víctimas (c. 1800) y Salvajes mos- trando restos humanos (c. 1800) (Fig. 3). En ellos, la truculencia inherente a ambas escenas queda en parte mitiga- da por su configuración de sórdidas es- cenitas de género. Pero, además (aun- que si bien en parte debido a su redu- cido formato), las mutilaciones y los trozos humanos resultantes muestran también mínimamente su condición de surtidores sangrientos, por lo que po- drían considerarse un primer ensayo de este «uso necrótico de la carne cru- da».
En cualquier caso, el recurso visual a la mutilación con resultado de carne que ya no irriga sangre, empleado en el Saturno, sí se había mostrado, espe- luznante, en los desastres números 37 (Esto es peor) (Cat. 116) y 39 (Gran- de hazaña! Con muertos!) (ambos de 1810-1813).
En cierto modo, con todo ello el pin- tor aragonés estaba apelando a un ins- trumento iconográfico ocasional de nuestra tradición barroca, subrayán- dolo hasta conferirle protagonismo ab- soluto. Me refiero al que aparece en al- gunas representaciones escultóricas de la cabeza cortada de San Juan Bautis- ta reposando sobre una bandeja. Pie- zas realizadas con un realismo atroz, que muestran el seccionamiento de músculos, nervios, tráquea y vasos san- guíneos, vacíos ya de sangre en circu- lación, a pesar de la inequívoca certi- dumbre de laceramiento que se des- prende de sus tonos rojizos. Episodios anatómicos expuestos a la mirada pro- lija del espectador como si fueran es- peluznantes bodegones de carne cru- da. Lo ilustra muy bien, por ejemplo,
esa Cabeza de San Juan Bautista (Fig. 4) realizada por Juan de Mesa en el pri- mer cuarto del siglo XVII que se con- serva en la catedral de Sevilla. Se trata de algo que, en el presente, han utili- zado como gancho subliminal Gunther von Hagens y Roy Glover, en sus ex- hibiciones de cuerpos humanos taxi- dermizados.
Pero el marco de referencias es más amplio. Apartándose del patetismo de lo obviamente cruento, propio de nues- tra tradición barroca, con esta enun- ciación visual de carne herida que ape- nas sangra y muestra ya su condición de cruda naturaleza muerta, Goya sin- tonizaba con un flanco muy contun- dente de la tradición occidental. Un re- curso visual que, desde el Renacimien- to hasta nuestros días, ha venido de- jando testimonios especialmente con- movedores y extremos, generalmente dotados de ambiguas y morbosas con- notaciones. Valgan algunos ejemplos de sobrada elocuencia:
En su San Jorge luchando con el dra- gón (1502) (Fig. 5), pintado para el ci- clo de la veneciana San Giorgio degli Schiavoni,12 Carpaccio logra orquestar una extraña amalgama de horror y me- lancolía al exhibir los cuerpos semide- vorados, pero en este caso visiblemen- te incruentos, de una doncella y un jo- ven. Unas figuras que parecen dormir plácidamente junto a otros restos de apariencia pavorosa.
En fechas muy próximas, también ha- bía utilizado recursos parecidos El Bos- co. Por ejemplo, en el Tríptico de Vie- na (Viena, Akademie der bildenen Künste), donde la mayor parte de los personajes que padecen las torturas del juicio final o de la condena en el in- fierno, apenas sangran, quedando re- ducidos al irónico estado de simples piezas de carnicería exhibidas en ex- travagantes situaciones.
Carne muerta es también la materia que da forma al sobrecogedor Cristo muerto (1480, Milán, Pinacoteca di Brera) (Fig. 6) de Mantegna, cuyos es- tigmas han adquirido la condición de cadavéricos ojales. También mostrará este aspecto de materia necrosada y ya fría el Cristo yacente (1520-1521, Ba- silea, Öffentliche Kunstsammlung) pin- tado por Holbein como predella del al- tar Oberried.
El mismo recurso, pero de manera mu- cho más explícita y casi procaz, fue uti- lizado por Jean Juste en las esculturas yacentes de Luis XII y Ana de Bretaña que forman parte de su monumento fu- nerario en la basílica de Saint-Dénis (1531). Se trata de figuras, paradóji- camente conmovedoras, que muestran aparatosamente su tangible realidad de
cadáveres, desventrados y completa- mente vacíos ya de fluidos en circula- ción activa. Pura carne muerta, cuyos terribles cortes pectorales han sido co- sidos tras la extracción de las vísceras. La lanzada en el costado de Cristo, a través de la que Santo Tomás introdu- ce su dedo, que vemos en el cuadro del Caravaggio La incredulidad de Santo Tomás (1601, Potsdam, Bildergalerie) (Fig. 7), parece trastocar su condición de herida por la de humana boca. Lo cual, junto al juego de imágenes poli- sémicas que aporta la postura de los dedos de la mano derecha de Cristo, abre un abanico de connotaciones de sugestiva y tortuosa sexualidad. También es distinto el sentido que Rem- brandt confiere a la crudeza incruenta de la carne sometida a una ceremonia de «arte cisoria» en La lección de ana- tomía del doctor Tulp (1632, La Haya, Museo Mauritshuis); en este caso, un sentido «gremialmente experto». En cambio, la sospecha de una invitación a la proyección especular-siniestra de nuestro propio yo sobre necrótica car- ne lacerada reaparece en La lección de anatomía del doctor Deijman (1656, Amsterdam, Rijksmuseum) (Fig. 8). La condición casi incruenta de la car- ne herida alcanza un extraño y para- dójico clímax en El martirio de San Erasmo (1628-1629, Città del Vatica- no, Musei Vaticani) (Fig. 9), de Pous- sin, donde apenas un suave y rojizo to- no situado alrededor de la herida, en- mascarado además entre sombras y re- flejos cobrizos, insinúa la evidencia de que la pavorosa tortura se está produ- ciendo en ese mismo momento. Ello permite no fracturar la espeluznante serenidad clásica que se desprende de una escena en la que, a un hombre vi- vo, le están arrancando los intestinos. El tratamiento absolutamente in- cruento de la carne lacerada reaparece en el Apolo y Marsias de Ribera (1637, Bruselas, Musées Royaux des Beaux- Arts de Belgique) (Fig. 10).13 El terri- ble despellejamiento «en vivo» de Mar- sias no deja aflorar en este caso ni una sola gota de sangre. Tan sólo se mues- tra la crudeza helada de la musculatu- ra que va quedando al descubierto co- mo si se la despojara de una vestimen- ta. Ello revela, en Ribera, indudables vestigios del morboso desasosiego que solía engendrar esa equivocidad tan vi- sitada por el manierismo.
Ese mismo imaginario manierista, aun- que enfundado casi siempre en una at- mósfera de tangibilidad cotidiana, emerge a veces en la pintura de Zur- barán. En lo que se refiere a esta «po- ética-de-la-carne-herida-que-apenas- sangra», el artista extremeño nos ofre-
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