Page 343 - Goya y el mundo moderno
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  lía abordarse tradicionalmente el tema. Las casas de locos de 1793 y 1815 re- cuerdan en exceso a una prisión –la prisión que figura en la misma serie en- viada a Iriarte, Interior de una prisión (1793-1794, County Durham, Bernard Castle, The Bowes Museum) (Fig. 8)– o a un hospital de apestados –Hospi- tal de apestados (h. 1798-1800, Ma- drid, colección Marqués de la Roma- na) (Fig. 9)– como para que la simili- tud sea una casualidad, y en uno de los dibujos de Bordeaux –Loco furioso (1824-1828, Álbum G, Nueva York, colección Ian Woodner)– el loco apa- rece tras una reja, prisionero él tam- bién. Los locos figuran en la misma cla- se que los enfermos contagiosos, por lo general incurables, y los delincuen- tes: marginados a los que más vale en- cerrar.
Sabido es el interés que despertaron en el siglo XVIII tanto las enfermedades in- fecciosas como la locura, lo que con- dujo a criterios y sistemas de aisla- miento que han perdurado hasta nues- tros días. Michel Foucault ha señala- do que el estatuto médico de la locura conducía tanto al aislamiento terapéu- tico de los enfermos como a su segre- gación: la razón se «defendía» así de la sinrazón y hacía del asilo un instru- mento de represión. En sus conclusio- nes se ha referido al personaje central de Casa de locos, así como a las pesa- dillas, locuras de los Caprichos y Dis- parates, también a algunos de los di- bujos de locos que hizo al final de su vida: el loco que «crie et tord son épau- le pour échapper au néant qui l’empri- sonne, est-ce la naissance du premier homme et son premier mouvement vers la liberté, ou le dernier soubressaut du dernier mourant?»3.
El interés por la locura y las enferme- dades infecciosas y el aislamiento de los enfermos no fue ajeno a la ilustra- ción española, y parece difícil pensar que Goya fuera inmune a ese interés. En 1755, una ordenanza de Fernando VI exige la declaración obligatoria de este tipo de enfermedades a fin de evi- tar su propagación y, lo que es más im- portante para nuestro tema, en 1786 el ingeniero Francisco Fernández de Angulo firma un proyecto para cons- truir un lazareto en el puerto de Ma- hón que envía y regala a Carlos III. El lazareto, una construcción que todavía se conserva, sólo empezó a construir- se en 1793 (y se finalizó en 1807), pe- ro el proyecto revela la preocupación existente4.
Los grandes espacios de sus edificios, los gruesos muros, los amplios venta- nales, la preocupación por la seguri- dad, la atmósfera del conjunto, toda-
vía perceptible en las construcciones y su disposición, pueden compararse con la casa y el corral de locos no menos que con el hospital de apestados. Es un escenario foucaultiano. El proyecto de Fernández Angulo habla de paredes muy altas a fin de impedir la huída y mantener el aislamiento, dobles y de ocho metros, con un espacio de doce metros entre ambas, y altos son los mu- ros del corral en el que se encuentran los locos de Goya. El artista no tenía porqué conocer aquél proyecto, pero sí sabía de la importancia de los mu- ros y del efecto que producían: lo des- tacó con claridad en sus pinturas, en las que la luz, el aire libre aparece en la parte superior de la imagen, en los ventanales y arcos que dicen de un ex- terior al que no puede accederse (pero que, en el caso de los apestados, es ne- cesario para la curación). Ahora bien, los locos que Goya pinta en el interior de la Casa de locos, al igual que los pri- sioneros encerrados en Interior de una prisión, no son diferentes de quienes habitan el mundo exterior, son los mis- mos. Si, en opinión de Foucault, la ra- zón ilustrada segrega, y lo hace para defenderse, el artista aragonés integra, y no pretende defensa alguna.
Como suele suceder en muchas obras del artista aragonés, no podemos estar muy seguros de cuáles eran sus inten- ciones al pintar estas escenas, ¿una crí- tica, un capricho? Tenía bien claro lo que era la falta de libertad de los asi- lados, y así los pintó, como presos y como apestados, pero no ocultó el dis- parate de la sinrazón, tampoco el he- cho de que son escenas, realidades, que nos atañen: el loco que nos mira son- riente en Corral de locos es buen testi- monio de este proceder, no lo es me- nos el que, con corona, también a la derecha, nos mira, igualmente son- riente, ajeno a la barahunda que le ro- dea. Se ha hablado del «humor som- brío» del artista, pero pensamos que en las miradas hay mucho más que «humor sombrío», aunque no sea acu- sación, al menos es testimonio del des- quiciamiento que nos afecta. Existe una cierta locura ilustrada que el artista po- ne en cuestión con sus imágenes.
La ilustración atendió ante todo al as- pecto médico de la locura. Goya, sin ignorarlo, concibe la locura en térmi- nos diferentes. Kayser cita un dicho de Goethe sobre el que vale la pena refle- xionar, aunque sea brevemente: «Mi- rada desde las alturas de la razón, to- da la vida se parece a una enfermedad maligna y el mundo a un manicomio»5. El dicho goethiano implica que es la propia razón la que establece la altura desde la que se contempla el mundo,
quizá cabe añadir que es, también, la altura la que determina su aspecto alie- nado y enfermo, al menos eso pensa- ron muchos de los artistas satíricos del siglo XIX. El dicho goethiano habla, además, del mundo, no de esta o aque- lla circunstancia: al hacerlo, indica los límites de lo grotesco.
Los ilustrados miraban desde las altu- ras de la razón, no así Goya, que hizo descender a la razón de sus alturas y la colocó en el seno mismo de ese mani- comio. Se habla de «descenso a los in- fiernos», nos parece una expresión en exceso enfática para lo que el artista aragonés hace, una expresión que si- túa la bajada en el ámbito de la ex- cepcionalidad: aquello que caracteriza a sus dibujos, estampas y pinturas es la cotidianidad, la falta de excepcio- nalidad; éste es el mundo de todos los días. Éste es el rasgo de lo grotesco. El loco, para hablar así, es desquiciado por naturaleza, es persona que se ha metamorfoseado en loco, una cualidad que lo cubre todo, que es, ahora, su personalidad. El loco está más allá de la sátira: puesto que no puede dejar de ser lo que es, puesto que se ha conver- tido en espejo invertido en el que mi- rarnos, entonces hay que encerrarlo. Goya lo saca de su encierro.
No sólo representar la metamorfosis y la deformación, sino hacer de ella la marca de la cotidianidad. Kayser ha in- sistido en este punto. Tras analizar el concepto de grotesco en los románti- cos alemanes, en especial en Friedrich Schlegel y Jean Paul, concluye que en- contramos en ellos muchos de los ras- gos propios de lo grotesco, la confu- sión, la mezcla de lo heterogéneo, por ejemplo, pero falta un rasgo esencial, la «ausencia de soporte, el carácter abismal, el estremecimiento»6, el vér- tigo que, según Baudelaire, correspon- de a lo cómico absoluto. El romántico alemán tiene una «posibilidad de hui- da», escapa hacia el cielo o hacia la be- lleza, hacia la fantasía y el sueño, de la misma manera que Burke, al hablar de lo sublime negativo, terrorífico, esca- paba hacia el placer.
La nota del grotesco no es la deformi- dad, o, mejor dicho, no es sólo la de- formidad. Deformidad ha habido a lo largo de la historia del arte y de la li- teratura, por lo común ha estado liga- da a la sátira, a la ridiculización y la crítica. Lo deforme remite a lo no de- forme, respecto de lo cual es una des- viación que puede corregirse: la defor- midad que contemplamos nos induci- rá a corregirnos. Precisamente por eso no es, en sentido estricto, radical: pue- de evitarse, puede corregirse. La de- formidad de lo grotesco da un paso
más: no puede evitarse porque perte- nece a la misma naturaleza. Ese paso lo dio Baudelaire al hablar de la natu- raleza satánica del ser humano, antes lo había dado Goya.
La deformidad de las viejas/viejos del artista aragonés no es una circunstan- cia temporal, mejor dicho: sí lo es, no hay más circunstancias que las tempo- rales, no hay otra cosa que la tempo- ralidad que marca con esa ambigüedad la naturaleza humana. Estamos tan acostumbrados a decir temporalidad y asociar la idea con su contrario, in- temporalidad, que cuando pensamos en una circunstancia de inmediato vis- lumbramos otro mundo que la trans- ciende y, así, la sublima. Goya es muy consciente de esa pauta cuando dibu- ja y estampa los Disparates. Dispara- te es no pensar que existe un mundo normal frente al que se nos impone co- mo una pesadilla en estas estampas: el disparate no consiste sólo en ofrecer un motivo disparatado, también, y so- bre todo, en mostrar ese motivo como el único posible. Entonces el disparate se hace grotesco.
Es difícil establecer una distinción cla- ra entre grotesco y disparate pues aquél se sirve de éste para sus imágenes, pe- ro cabe diferenciar un rasgo: mientras que el disparate puede ser ocasional –hacemos un disparate cuando somos excesivos o no nos atenemos a razón, según precísa el diccionario de la Aca- demia–, el grotesco forma parte de la naturaleza de las cosas, no es ocasio- nal, no es circunstancial, nos pertene- ce o, por así decirlo, pertenecemos a lo grotesco, que configura un mundo ade- más de desquiciar el habitual. Desde el punto de vista de la «normalidad», lo grotesco se configura en una meta- morfosis, no es una desviación. Gre- gorio Samsa no es un disparate, es gro- tesco y establece definitivamente un mundo grotesco, deforme en su meta- morfosis, y trágico: es grotesco, y eso es todo lo que es. La presencia de lo grotesco abre puntos de vista inespe- rados y se perfila en un mundo firme- mente asentado en su deformidad. Aunque puede recurrir a la fantasía, lo grotesco insiste en la verosimilitud. Ve- rosímiles y grotescos son los retratos de Bacon (Cat. 167), las máscaras de Solana (Cat. 72) los personajes de Ap- pel (Cat. 169) y de Auerbach (Cat. 168). Lo grotesco puede servir para destacar la violencia, denunciarla, mos- trar su rostro más cruel. Picasso lo ha hecho en Sueño y mentira de Franco (1937, Barcelona, Museu Picasso) (Cat. 146-147), lo ha hecho Heartfield en su despiadada crítica del nacionalsocia- lismo y capitalismo alemanes (Cat.
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