Page 344 - Goya y el mundo moderno
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 135-138). Lo grotesco es máscara que crea una perspectiva desde la que ver- lo todo, a la manera de los espejos de- formes de los que habló Ramón María del Valle Inclán para explicar la natu- raleza del esperpento.
El vértigo se produce cuando no existe una vía de salida, algo que la sátira siempre promete, pero no lo grotesco. Es el rasgo que define sus Pinturas ne- gras (1819/20-1823, Madrid, Museo Nacional del Prado) en el «resumen» de El perro (Fig. 10) y, antes, del ser hu- mano muñeco atrapado por las Parcas de Atropos (Fig. 11), figuras que han in- quietado a los pintores hasta nuestros días, hasta Jorn, Motherwell, Rainer, Millares, Saura. Se ha dicho en alguna ocasión que las Pinturas negras en la Quinta del pintor junto al Manzanares son algo así como la «Capilla Sixtina de la modernidad»: no un gran templo si- no una modesta casa burguesa, no un relato religioso sobre el comienzo y el fin del mundo, con su juicio por parte de un Dios todopoderoso, sino una his- toria de pesadilla sobre la violencia, la represión, la irracionalidad y el absur- do, mezclados siempre con un placer que no excluye el pesar ni el mal, en la que no hay juicio alguno, final alguno, destino, sólo el paso del tiempo y la mi- rada final de un animal.
Goya no olvidó los temas de estas pin- turas, tampoco su significado, en los últimos años de Bordeaux. Hizo allí al- gunos retratos, también litografías con temas de toros, pero sobre todo hizo dibujos abundantes, los álbumes G y H, en los que encontramos la misma atmósfera. Los locos a los que nos re- ferimos, escenas de violencia, de ajus- ticiamiento, pesadillas y disparates, al- guna reflexión sobre la guerra, como la del dibujo al que se le ha dado este título: Figura alegórica: La Guerra (1824-1828, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Fig. 12), una figura feme- nina de edad indeterminada –pero que no es vieja a la manera de las vie- jas/viejos del artista– que cabalga so- bre un ave rapaz, de frente ambas, con espada y escudo, espuelas para espole- ar a la cabalgadura y un rostro velado por la mantilla, amenazante en su se- riedad. David necesitó de Marte y las Musas para exponer sus ideas sobre la guerra, tan diferentes ahora, en los pri- meros años del nuevo siglo, de lo que habían sido antes; Goya, que también recurre a la alegoría en este dibujo, es mucho más sobrio, y más preciso. Otra mujer joven volando con una cuerda nos llama también profunda- mente la atención. Se titula habitual- mente Bruja volando sobre una cuer- da (1824-1828, Ottawa, National Ga-
llery of Canada) (Cat. 46), aunque no existen rasgos específicos que nos obli- guen a pensar en una bruja: no es ha- bitual que las brujas lleven alas en los pies y los ojos parcialmente tapados –lo que, por el contrario, sí es propio de las figuras alegóricas–, no es habi- tual en las brujas goyescas la indu- mentaria de esta muchacha: el movi- miento de la falda, con el que recrea el movimiento hacia nosotros de la figu- ra, es más propio de figuras monu- mentales que de brujas. Tampoco es habitual en las brujas de Goya la son- risa irónica que nos dirige, sobre este punto no hay ninguna duda, nosotros somos sus interlocutores.
Un pintor posterior atendió a este tipo de seres, los que vuelan, los ángeles, y no dudó en prestarles un significado alegórico, y un filósofo, que poseía uno de esos «ángeles», se sirvió de él para crear una teoría de la historia. No nos atreveremos a tanto con la muchacha de Goya, pero no ocultaremos las su- gerencias que nos produce: si el ángel de Klee, el ángel de la historia en la in- terpretación de Walter Benjamin, mi- raba hacia atrás cuando volaba hacia delante, hacia el futuro, no tenía poder sobre el aire que lo movía y lo que con- templaba sólo eran las ruinas del pa- sado, la mujer joven de Goya vuela ha- cia nosotros, parece haberse levantan- do la venda que tapaba sus ojos y nos mira con sorna, sonriente.
Bruja volando sobre una cuerda, si nuestra interpretación es correcta, da un paso sustancial respecto de todo lo realizado hasta ahora: no sólo se per- fila lo grotesco de un mundo estático, también lo grotesco de la historia. La sorna de esa mujer joven es la que sus- cita el eventual optimismo de la histo- ria, la confianza en el progreso y en la racionalidad. No niega ni una ni otra, pero, de ahí la sorna, suscita la sospe- cha del que se está equivocando, la ne- cesidad de no contar con valores ab- solutos, la sombra que proyecta tanta luz ilustrada y racional, moderna, cuando se proyecta sobre objetos con- cretos, sobre la realidad concreta, la que Goya había tenido delante de sí en Madrid, durante el período fernandi- no, durante el Trienio Liberal y, aho- ra, la que vive en Bordeaux. El fraca- so del liberalismo español y la repre- sión absolutista fueron para Goya el equivalente de los acontecimientos his- tóricos que condujeron a Benjamin a redactar sus Tesis sobre filosofía de la historia. Benjamin no pudo llegar a Es- paña, se quedó en Port Bou, Goya sí pudo llegar a Bordeaux: dos caminos inversos pero con el mismo sentido: es- capar.
3. Sobre la decadencia.
El mundo de la noche
El mundo de la noche irrumpe en lo goyesco y desborda ampliamente los límites del costumbrismo. Delacroix y Baudelaire conocían los Caprichos de Goya, muchos pintores de final de si- glo quedaron impresionados por estas estampas. Ahora había que sumar otras, los Disparates, cuya primera edi- ción aparece en 1864, muchos años después de la muerte del artista. La contemplación de los Disparates radi- caliza la contemplación de los Capri- chos.
Al hablar de su colección de pinturas en el muy célebre capítulo quinto de À Rebours, Des Esseintes se refiere a los Disparates goyescos, a los que deno- mina, como es habitual en ese mo- mento, Proverbios7. La relación del de- candentismo de Huysmans, y del de- cadentismo en general, con la obra de Goya es, sin embargo, problemática. No estamos muy seguros de que las es- tampas de los Disparates respondan a las pautas placenteras que expone el novelista al comenzar el capítulo: «Pa- ra el deleite de su espíritu y el placer de sus ojos, buscó por lo tanto algunas obras sugestivas y evocadoras que tu- vieran el poder de sumergirle en un mundo desconocido, de aportarle re- velaciones ocultas, de estremecerle el sistema nervioso mediante eruditas his- terias, complicadas pesadillas y visio- nes indolentes y atroces»8. Desde lue- go, el preciosismo retórico de Moreau, que tanta delectación causa a Des Es- seintes, poco tiene que ver con el ar- tista aragonés.
Mario Praz se ocupa con detenimien- to de la descripción de dos obras de Moreau que hace Des Esseintes. A pe- sar de su minuciosidad, Praz no pare- ce tener especial simpatía por los jui- cios del personaje creado por Huys- mans. Desde el principio compara a Moreau con Delacroix: éste es un pin- tor, aquél sólo un decorador. El exo- tismo lujurioso y sangriento que es ma- teria de ambos, Delacroix lo vive des- de dentro, Moreau lo adora desde fue- ra, es expresión del «decadentismo con su estéril contemplación»9. Estamos muy lejos de Goya.
Sadismo, blasfemia, culpa, son algunos de los rasgos que caracterizan al deca- dentismo. Misas negras, aquelarres, violencia, algunos de los motivos con- sustanciales a su desarrollo. Recuerdan algunos de los temas representados por Goya en estampas y pinturas. Hay aquelarres y misas negras en los Ca- prichos, lo monstruoso y fantástico es- tá presente en los dibujos y en las es-
tampas de los Disparates, y aunque lo obsceno no fue del gusto del artista aragonés, no son pocas las escenas de este género que pueden encontrarse en sus dibujos (y en sus cartones para ta- pices si aceptamos la interpretación de Tomlinson10). Pueden verse como ma- nifestaciones de sadismo las escenas de canibalismo que conserva el museo de Besançon, pero, a pesar de su violen- cia, no creemos que este calificativo sea por completo adecuado. Cabe decir que el mundo de la noche, caracterís- tico del decadentismo, es, tras Callot, Magnasco y Piranesi, el mundo más personal de Goya. Sin embargo, el de- cadentismo no es su heredero. La cues- tión es algo más compleja y sólo se aclarará si prescindimos de las genera- lidades.
Por lo pronto conviene decir que, si Huysmans, Redon, Rops y Moreau son ejemplos significativos del decadentis- mo, no son los únicos ni anulan con su presencia una heterogeneidad que se resiste a ser homogénea. Un artista co- mo Max Klinger es buen ejemplo de esa heterogeneidad, algo que también sucede con Ensor, Rouault y el mismo Alfred Kubin. En cada caso, la relación con Goya es diferente.
La deuda de Klinger con Goya está fue- ra de toda duda. El propio artista se re- fiere a ella en una carta que escribe a su madre el 16 de junio de 1880, en la que, sin embargo, introduce un matiz que merece ser recordado. Refiriéndo- se a Socorro a las víctimas de Ovidio. Opus II, de 1879, afirma: «En cuanto a las supuestas reminiscencias de Go- ya, tan sólo puedo constatar que com- puse el original dos años antes de ha- ber oído por primera vez su nombre»11. Klinger se refiere, entre otras cosas, a la técnica del aguatinta, que tanta im- portancia tiene en su obra, y procura distinguir su modo de trabajar el agua- tinta del proceder de Goya. Indica que ha conocido los Desastres y los Capri- chos, pero la escala tonal de sus agua- tintas es diferente.
Sabemos que Klinger adquirió la pri- mera edición de los Disparates años después, también que en 1907 hizo un viaje por España y visitó el Museo del Prado, mas para esta fecha la influen- cia de Goya ya era explícita. Socorro a las víctimas de Ovidio. Opus II es obra que ni por sus motivos ni por la estructura visual de las estampas pue- de considerarse heredera de Goya, sin embargo sí ofrece algunos rasgos por completo goyescos. Klinger trata de salvar a los protagonistas de la Meta- morfosis de un final trágico, para lo que representa las historias de Príamo y Tisbe, Narciso y Eco, y Dafne y Apo-
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