Page 125 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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Supo ya entonces y definitivamente que “hay que mirar hacia fuera y no convertir las cosas exteriores en aureola de nuestra propia vanidad” (I, 168- 170). Su despedida del solipsismo colectivo incluyó textos tan elocuentes como la brillante burla de “¡Todavía el 98!” (1923), el extenso y demoledor ensayo “El Idearium de Ganivet” (que escribió a lo largo de quince años y recogió en el libro Plumas y palabras, 1930), y la conferencia Tres generacio- nes del Ateneo, pronunciada en la inauguración del curso de 1930 (y luego impresa en La invención del Quijote y otros ensayos, 1934). Poco a poco, Azaña ha ido ajustando su vocación política y su literatura a lo que, en 1928, expresa con claridad en un texto inédito que Santos Juliá ha titulado “[Los robinsones]”: España es un país que ha visto ya “una generación iconoclasta, a la que suele llamarse generación del 98”, pero en la suya propia tiene la misión de evidenciar que “el progreso moral de España consiste en haber superado los efectos del desengaño”, haber abandonado el histrionismo y buscar una “España silenciosa, preñada de misterio para un porvenir no sé si próximo o remoto”. La vivencia colectiva de la guerra de 1914 nos “produjo una interinidad nueva”, y “cada cuál en su isla, como Robinson, tenía que resolver cuestiones elementales que la sociedad debía haberle dado resueltas. La afirmación del valor personal en un ambiente hostil debía suscitar y suscitó la apetencia de cambiarlo, mejorando la re- presentación dominante de la sociedad: el Estado” (VII, 522-525).
No se debía seguir viviendo en un estado de frustración y duelo y, sobre todo, convenía emancipar la creación intelectual y artística de la retórica heredada de 1898. En junio de 1920, liberado de los trabajos que le daba el Ateneo y en compañía de su inseparable Cipriano de Rivas Cherif, sacó a la luz una revista, La Pluma, que tenía algo de respuesta a lo que había criticado en el exitoso semanario España (nada más salir su primer número, en enero de 1915): “Tono demasiado enfático y pedante para decir cosas vulgares” (I, 751). La nueva publicación (que sufragaba en buena medida un acaudalado arquitecto y político riojano, Amós Salvador) era un voto a favor de una acción intelectual más pura, menos deudora de la política de cada día. Por eso, las “Palabras que no están de más” proponen paladina- mente: “La Pluma será un refugio donde la vocación literaria pueda vivir en la plenitud de su independencia, sin transigir con el ambiente, agrupará en torno suyo a un grupo de escritores que, sin constituir escuela o capilla aparte, estén unidos por su hostilidad a los agentes de la corrupción del gusto”. Quiere, como proclama en una consigna final muy suya, el “talento acendrado por la disciplina”. Y, por si alguien no viera claras las alusiones personales que esto pudiera traer, la “Gacetilla” de la última página incluía una sabrosa “Palinodia”: “Esta revista no cuenta con la colaboración de Mariano de Cavia, Jacinto Benavente, Pío Baroja, José Ortega y Gasset, Ricardo León, Julio Camba, Eugenio d’Ors, Azorín, la condesa de Pardo Bazán, ni probablemente la de Gregorio Martínez Sierra. Imponiéndonos cuantiosos sacrificios, hemos adquirido la seguridad de que no colaborará en La Pluma: Julio Senador Gómez” (II, 3-4).
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