Page 126 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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Se observará que la expulsión abarca a los pocos sobrevivientes de las letras de la Restauración, pero también un notable bloque de afines a las retóricas del Desastre, al paladín más reciente del regeneracionismo (Julio Senador acababa de publicar La ciudad castellana [Entre todos la matamos...] en 1918...) y, sobre todo, a dos indiscutibles modernos (Ortega y D’Ors), a los que trató siempre con una inquina especial sobre la que volveremos.
Sin embargo, en otros textos del momento, observaremos que su posición con respecto a los grandes del siglo xix fue mucho menos crítica que la adoptada con respecto a la gente de fin de siglo. En 1911 Azaña había honrado la memoria de Joaquín Costa y en 1915 su homenaje a Francisco Giner de los Ríos, recién fallecido, fue inequívoco: “Aquellas tardes pasadas en una salita de la universidad madrileña, oyendo la conversación –porque conversaciones eran sus lecciones– de Giner con sus discípulos no se me olvidarán jamás. La obra de Giner es tan considerable que hoy, cuanto existe en España de pulcritud moral lo ha creado él” (I, 750). Pero más revelador resulta que en 1912 tenga un recuerdo algo más que piadoso para Marcelino Menéndez Pelayo, paladín de una España católica... Lo dijo en una nota de sus diarios parisinos de 1912, pero, sobre todo, en un recuerdo de las Obras del ilustrado y afrancesado José Marchena, que Menéndez Pelayo había publicado y prologado en 1892. Firmó el trabajo como Mar- tín Piñol, su seudónimo en La Correspondencia de España, y es tan patente su simpatía por el heterodoxo sevillano como su admiración por la inteli- gencia crítica del erudito. Solo le faltaba, añade Azaña con humor, “que no podamos recibir una contestación de Marchena a este famoso prólogo” (VII, 180). No se publicó. Tampoco apareció en su periódico una necroló- gica extensa, fechada en París y mayo de 1912, titulada “Desde París, un adiós al maestro” (VII, 232-237).
Sin duda, no todos debieron entender la benevolencia de Azaña hacia las glorias del xix, que la gente de fin de siglo había desdeñado tanto. Nuestro Azaña fue una excepción al prejuicio y el caso más patente de esto fue su interés por Juan Valera. Y aunque menos conocida y copiosa, pero muy significativa, estuvo la devoción que manifestó por Benito Pérez Galdós. En don Juan Valera, la empatía tenía que ver con una forma de aristocracia literaria y con su admiración por el cuidado de la escritura, la independen- cia de criterio y la curiosidad universal de su modelo. Azaña y Valera eran patriotas muy críticos, descontentos de los usos políticos de su país, posee- dores de una cultura amplia y exigente, agnósticos más o menos convenci- dos, sociables pero también restrictivos a la hora de otorgar su amistad. En 1924 nuestro escritor estuvo en la celebración del centenario de Valera en la Academia, que ofició Antonio Maura (lo recordó el 11 de enero de 1933 en sus diarios), pero, en rigor, fue su inseparable Cipriano de Rivas Cherif el primero que se interesó en trabajar sobre el escritor. Todavía no muy decididos, los dos amigos trabaron amistad con Carmen Valera y empeza- ron a leer y a copiar el riquísimo epistolario de su padre. Cipriano se había
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