Page 203 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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dades dormidas”. Ahora bien, dejar huella en la historia no es lo mismo que llamar puerilmente la atención sobre sí mismo. En las páginas de Mi rebe- lión en Barcelona (1935), a propósito de unos guardias que se ufanaban de haber tomado parte en el suceso “histórico” de su detención en octubre de 1934, leemos este alfilerazo: “La apreciación de lo histórico es bastante laxa: hay quien lo confunde con el reporterismo y gusta de llevarle la cola de la túnica a la hermana Clío. Deben de ser las mismas gentes que graban su nombre en el muro de una torre, de un castillo, de un templo”.
Para enunciar con precisión los proyectos y defenderlos con firmeza, era necesario saber el terreno que se pisaba y situarse en él sin perder de vista el conflictivo contexto internacional, cuya influencia –a despecho de cierto tópico– no desdeñó Azaña. En su discurso, con asistencia multitudinaria, en el campo de Comillas de Madrid el 20 de octubre de 1935, advirtió: “Nosotros somos parte de las fuerzas que combaten por la democracia. Toda Europa hoy es un campo de batalla entre la democracia y sus enemi- gos, y España no se exceptúa. Vosotros tenéis que escoger entre democracia, con todas sus menguas, con todas sus fallas, con todas sus equivocaciones o errores, o la tiranía con todos sus horrores”. Nueve meses después, Espa- ña no solo no había quedado exceptuada del conflicto, sino que empezaba a ser su primer y más dramático campo de batalla. Ante prueba tan dura, al ya presidente de la República empezó a fallarle, tal vez, la voluntad, pero no el olfato histórico. En La velada en Benicarló, concluida en mayo de 1937, puso en boca del socialista Pastrana: “Si la República pereciese a manos de los extranjeros, Inglaterra y Francia (sobre todo Francia) habrían perdido la primera campaña de la guerra futura”. Faltaban tres años para que así lo comprobaran Francia y el mundo.
En varios momentos de ese libro late una voluntad de interpretación histórica. Morales, encarnación del Azaña escritor, vuelve al tema de la tradición soterrada y heterodoxa, tan cara a este: “¿Quién no ha percibido a lo largo de nuestra historia intelectual y moral la queja murmurante al margen de lo ortodoxo? Somos sus herederos”. Y es oportuno recordar que lo hace en el mismo año 1937 en que Marcel Bataillon publica su obra Erasmo y España. Un poco más adelante, dice el mismo Morales: “Si perdiésemos la guerra se enseñaría a los niños durante muchas generacio- nes que en 1937 fueron aniquilados o expulsados de España los enemigos de su unidad. Como en 1492 o en 1610”. La referencia cronológica a las expulsiones de judíos y moriscos ejemplifica un amargo vaticinio, que implica, por cierto, un retorno a la preocupación por la enseñanza escolar de la Historia.
Entre las frases históricas acuñadas por Azaña hay una justamente célebre que tiene cierto sabor de epitafio. El 17 de junio de 1937 anota en su diario esta autodefinición surgida en una conversación, veteada de confidencias, con Fernando de los Ríos:
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