Page 237 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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La política internacional de la Segunda República ha sido, si no ignorada, sí tradicionalmente marginada en los estudios generales sobre el periodo que, a lo sumo, recogen la labor de Salvador de Madariaga como delegado de facto, que no de iure, porque nunca llegó a ser nombrado oficialmente, como delegado español en la Sociedad de Naciones. Es verdad que el nue- vo régimen afrontó en muy poco tiempo, apenas los dos años que duró el bienio republicano-socialista, una labor titánica de transformación de Es- paña. El programa, sumamente ambicioso, de reforma del ejército, de las relaciones institucionales Iglesia-Estado, de la educación, la reforma agraria, la estructura del Estado y de la propiedad, no dejaba demasiado espacio para una política exterior de altos vuelos, ajena por otra parte a los intereses de España en aquel momento y al sentir general de la población, recién salida de una costosa y cruenta guerra de África y apenas recuperada emo- cionalmente de la pérdida de los restos del imperio colonial español en 1898. Pero, como bien subrayó Azaña, un país no puede permanecer al margen, por muy prioritarios que sean los acontecimientos internos, del contexto internacional que le toca vivir.
Y ese contexto, en el caso de los años treinta del pasado siglo, no fue preci- samente tranquilizador. Aunque en 1931, cuando se proclamó, pacífica y entusiásticamente, la Segunda República en España, todavía era posible confiar en la paz y en los mecanismos que el Pacto de la Sociedad de Na- ciones había arbitrado para mantenerla, los acontecimientos pronto deri- varon en un panorama desalentador que los pondría en evidencia y que a no mucho tardar acabaría desembocando en la Segunda Guerra Mundial. Pero a finales de 1932 todavía parecía posible creer en que no se produciría. Aún no había llegado Hitler al poder, aún la crisis de 1929 no había hecho sentir sus efectos más crudos en España y aún las potencias democráticas occidentales, y singularmente Francia, pensaban que era posible frenar el rearme alemán, trabajando activamente en Ginebra, donde se discutía el modo de hacerlo en la Conferencia para el desarme.
En medio de este ambiente de tensiones internacionales aparentemente controladas, se produciría uno de los acontecimientos más singulares de cara a poner en evidencia la presencia de España en la Europa de su tiempo: la visita del jefe del Gobierno francés, Édouard Herriot, a España en no- viembre de 1932.
El alcance y las consecuencias de esta visita oficial, nada menos que de la república francesa, la hermana mayor, a la joven república española, su hermana menor, como se ocupó de resaltar la prensa española en su mo- mento, no ha recibido demasiada atención por parte de la historiografía del periodo, salvo en clave de guerra civil, y aun así sus implicaciones reales no han sido del todo bien valoradas, quizás porque las observaciones que uno de los principales protagonistas, Manuel Azaña, escribió en relación con ella quedaron ocultas durante largo tiempo al hallarse en uno de los tres
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