Page 284 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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11 Rivas Cherif, Cipriano de, op. cit., pp. 310-311.
12 La cita de Díez-Canedo, en El Sol, 1 de enero de 1929; la de Francisco Ayala, en Serrano, Vicente A. (ed.), Azaña y Alcalá. Datos para un monu- mento, Alcalá de Henares, Ayunta- miento de Alcalá, 1987, p. 76; la de Carabias, en op. cit., p. 93. El co- mentario de Ossorio, en Obras com- pletas, vol. 6, Pedralbes, 21 de mayo de 1938, p. 592.
En su discurso, el ya líder indiscutible de la nueva coalición electoral, defen- dió la Constitución, el sufragio universal, la solidez de su opción republi- cana y aprovechó para explicar indirectamente su posición en la crisis etío- pe, un tema que había inundado los periódicos de todas las tendencias, que había tenido gran repercusión en la opinión pública nacional e internacio- nal, y que sembró cierta discordia en el seno del propio Gobierno, agudi- zando el enfrentamiento fascismo-democracia, aunque finalmente la posi- ción oficial de España secundó la general de la Sociedad de Naciones y votó las sanciones a Italia. Lejos de alentar esa dicotomía, Azaña aprovechó el acto de Comillas para ratificar su convicción de que la política exterior “se hereda de régimen a régimen”, porque viene determinada por la geo- grafía y por la historia, lo que implícitamente significaba admitir que una Italia fuerte en el Mediterráneo no era incompatible con los intereses de España. A pesar de que no se ha destacado con frecuencia en la histo- riografía del periodo, Azaña, consciente del significado de su afirmación, confesó a su cuñado que aquello era lo más importante, y arriesgado, que había dicho aquella tarde11.
Obviamente, aquella tarde dijo muchas más cosas: repasó todo lo que no habían hecho sus oponentes políticos e incidió en lo que haría la nueva coalición en ciernes si llegaba al poder. La oratoria de Azaña, que tantas líneas ha dejado tras de sí –entre ellas las de Díez-Canedo, que le califica como “orador de palabra justa, sorprendente en su fluidez sin divagación, en lo complicado de sus evocaciones, en lo seguro de sus conceptos”; las de Francisco Ayala: “Con Azaña sabía uno en todo caso lo que quería decir, porque en todo caso decía lo que quería exactamente”; o las de Josefina Carabias, que subraya: “Su habilidad para poner los puntos sobre las íes, para pulverizar el lugar común, para quedar dialécticamente siem- pre por encima del oponente [unida a] unas grandes dosis de improvisa- ción mental y una envidiable facultad de expresar con elocuencia, elegan- cia, justeza e incluso una buena dosis de humor, todo aquello que improvisaba”–, queda eclipsada por la claridad de su pensamiento. Ese era su secreto: “una inteligencia que asusta”, como diría Ossorio y Gallar- do12. A la palabra precedía la solidez del pensamiento, la claridad de ideas, que se traducía en la precisión en el uso de las palabras y desembocaba en la capacidad de convicción. Azaña creía en lo que decía y por eso, sim- plemente, convencía. Las urnas así lo reflejaron en febrero de 1936, aun- que entonces el propio Azaña, siempre lúcido y prudente, desconfiase de aquella nueva coalición (en la que entraron partidos extremos muy aleja- dos de su concepción de la vida y de la política) que él íntimamente nunca aceptó. Pero en aquel momento no había otra vía posible para volver a aquella República y a aquel programa que nació el 14 de abril y que el pueblo tan efusivamente acogió. Azaña, convertido en mito de la República, se aprestó de nuevo, con la fuerza de la palabra y las armas de la razón, a luchar por su culminación. Un golpe de Estado se lo impidió –a él y a todos los españoles– en julio de 1936.
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