Page 309 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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rando lo que esos mismos programas tenían en común, pudo pasarles desapercibido además que cualquier proyecto de expansión que funda- mente su legitimidad en algún género de superioridad, sea religiosa como en la misión evangelizadora o racial como en la civilizadora, desplaza lo que Eric Vogelin denomina el “centro sagrado” sobre el que se constituye la comunidad política hacia unos principios que acaban por volverse con- tra sus propios promotores. Si la legitimidad para incorporar los territo- rios de Ultramar a la corona de Castilla se hizo derivar de la superioridad de la religión católica sobre las creencias de los nativos, entonces disentir de esa religión, dentro o fuera de la península, equivalía a poner en tela de juicio el fundamento último de la expansión de Castilla. De igual manera, el antisemitismo que causará los mayores estragos del siglo xx será la traducción interna de la superioridad racial en la que Europa va a buscar la legitimidad de su proyecto colonial en África, cuyos habitantes son clasificados según el grado de civilización.
Azaña tenía apenas dieciocho años cuando España pierde sus últimas posesiones en Ultramar, pero parece comprender de inmediato el equívo- co que pesa sobre el término imperio y sobre los mitos que surgen a su amparo. A diferencia de los autores del 98 y de gran parte de los intelec- tuales que vienen a continuación, no cree que los problemas de España se expliquen por la decadencia de ningún esplendor pasado, entre otras razones porque considera que ese esplendor no ha existido. Buen lector de los clásicos, en cuyas obras los hechos aparecen reflejados con más credibilidad que en unos manuales de historia consagrados a la apología ensimismada de la nación, Azaña considera que el atraso de Castilla era idéntico en los tiempos de la supuesta gloria imperial, situada por los historiadores en el reinado de Felipe II, y en los inicios del siglo xx, cuan- do Azorín y Maeztu, además de Ganivet y Unamuno, identifican en sus estepas estériles y en sus pueblos semidesiertos la esencia histórica de España. Azaña no renuncia a criticar la forma en la que se narra el pasado peninsular, y ahí está El jardín de los frailes y buena parte de los artículos y ensayos recogidos en Plumas y palabras. Pero entiende que el problema del atraso es político y, por tanto, debe ser abordado desde instrumentos igualmente políticos. En concreto, desde la institución política contem- poránea por excelencia: el Estado. El ideal republicano con el que se comprometerá a partir del golpe de Primo de Rivera deriva de su inequí- voca voluntad de reformarlo desde principios liberales para que sirva a la que debe ser su función. En la disyuntiva de explicar el fracaso político que certifica la involución militar consentida por Alfonso XIII, y hacia la que, por su parte, otros intelectuales como Ortega y Gasset manifestarán “simpatía” e “íntima adhesión”, Azaña no critica la restauración porque pretendiera ser una democracia, sino porque cediera a la corrupción. Por consiguiente, es la corrupción, no la democracia, lo que se debe combatir para convertir el Estado en el instrumento político imprescindible desde el que afrontar los problemas de España.
308 josé maría ridao
































































































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