Page 69 - I estoria-ta: Guam, las MarianasI estoria-ta: Guam, las MarianasI estoria-ta: Guam, las Marianas y la cultura chamorra
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mercaderes, un matrimonio y solo una persona con algo de experiencia militar (Viana, 2004).
Poco después del desembarco en Hagatna (Agaña), la principal aldea de Guam, la comitiva de misioneros fue calurosamente recibida por el jefe local de la aldea, que había invitado a otros líderes a asistir al encuen- tro. A todos ellos se les hizo entrega de un fragmento de aro de hierro, un codiciado bien para una sociedad que dependía de la concha y la piedra para elaborar sus utensilios. En solo uno o dos días, los misioneros bautizaron a 23 isleños, principalmente niños, y pla- nearon su despliegue por la isla para llevar el Evangelio a las principales aldeas (Coomans, 1997: 5). No mucho después, el grupo de misioneros, con ayuda de los lu- gareños, erigió pequeñas cabañas de madera que ser- virían como iglesia y residencia de los sacerdotes y sus ayudantes. Entretanto, se envió a tres sacerdotes a las islas de Rota y Tinián para acometer la evangelización de la zona norte del archipiélago. Además, se creó una escuela para niños en Agaña, que sería la primera edu- cación formal que existió en todo el Pacífico.
El propio San Vitores era de por sí un extraño es- pectáculo, caminando descalzo con una capa de hojas de palmera trenzadas ondeando sobre su harapien- ta sotana negra y ataviado con un sombrero cónico, también hecho de hojas de palmera. Su método para llevar a cabo la misión, haciendo uso de las técnicas que había utilizado con éxito en Filipinas y México, era adentrarse en cada aldea a la cabeza de su séquito de ayudantes mientras cantaban una estrofa religiosa del estilo de «Nuestra alegría/Jesús y María». Luego iba de casa en casa bautizando y cantando plegarias compues- tas en la lengua de la isla. San Vitores, que a menudo cantaba y rezaba hasta quedarse ronco, fue hábilmente descrito por su primer biógrafo como el «trovador de Cristo» (García, 2004: 184).
2. La resistencia violenta
A pesar del entusiasta recibimiento que los isleños brindaron a los jesuitas y de su éxito inicial, pronto empezaron a sucederse encuentros violentos con una alarmante frecuencia. Tan solo dos meses después de su llegada, uno de los sacerdotes jesuitas fue herido de gravedad. No mucho después, dos de los ayudan- tes seglares fueron asesinados, y uno de los sacerdotes también encontró la muerte a manos de los enfadados isleños. La creciente violencia se atribuyó, en parte, a la historia que había hecho circular un habitante chino
naufragado en la isla años antes, según el cual los sacer- dotes envenenaban a los niños con el agua que utiliza- ban en el bautismo. Sin embargo, los misioneros habían despertado la hostilidad de los isleños al destruir los cráneos de los ancestros que los habitantes veneraban y cuidaban con esmero, arguyendo los jesuitas que no eran más que ídolos religiosos. En abril de 1672, el pa- dre Diego Luis de San Vitores fue asesinado junto con su joven asistente, Pedro Calungsod, después de bauti- zar a una recién nacida en contra de los deseos de su padre. En años recientes, ambos han sido reconocidos como mártires de la fe: San Vitores mediante beatifica- ción y Calungsod mediante canonización.
Los primeros treinta años de la misión fueron tu- multuosos. Ocasionalmente, se producían ataques a sacerdotes y pequeños grupos de misioneros, a me- nudo como represalia por ofensas personales o fruto del resentimiento que había generado el menosprecio de los misioneros por las prácticas culturales de la isla. Las tropas españolas, convocadas finalmente por los je- suitas tras la muerte de San Vitores, castigaban dichas ofensas, a menudo prendiendo fuego a las canoas o las casas abandonadas por los isleños. En tres ocasiones, un gran número de hombres nativos rodearon el com- plejo de la misión en Hagatna, por entonces ya fortifica- do, y mantuvieron cautivos a los forasteros en su propia vivienda durante varios meses cada vez. Pero incluso es- tos largos asedios acabaron, sorprendentemente, con pocas víctimas mortales. De algún modo, a pesar de es- tos episodios de violencia, los misioneros continuaron con la evangelización y el número de cristianos fue cre- ciendo sin cesar. De hecho, en algunos de los enfrenta- mientos violentos que se producirían más adelante, los misioneros recibieron más apoyo de las fuerzas locales lideradas por los isleños recién bautizados que de las propias tropas españolas.
Llegado 1690, la violencia había tocado a su fin, ya que la mayoría de la población se había convertido al cristianismo. La cifra total de fallecidos en las denomina- das «guerras hispano-chamorras» fue quizá de 200 perso- nas: unos 120 isleños y otros 80 del bando «español», con una media de cuatro isleños y tres forasteros muertos al año. Aunque el número de víctimas que se cobraron estas hostilidades fue en gran medida exagerado por los primeros relatos, es cierto que la población de las islas menguó drásticamente durante este periodo, no por los enfrentamientos armados, sino por las mortíferas epide- mias que azotaban las islas casi cada año. La población previa al contacto, se estima que de unos 40 000 habitan- tes, pasó a ser de 4000 en 1710, el primer año en que se
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La misión en las Marianas

























































































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