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2 HUGUA. EL PERIODO COLONIAL
(Hezel, 2000: 20). Erigir una cruz, beber agua bendita contra las enfermedades y recibir la bendición de un sacerdote eran algunos de los medios de protección que se ofrecían a los nuevos conversos.
Todas estas manifestaciones ejemplificaban la creen- cia, cada vez más extendida, de que la nueva religión ofrecía recursos aún más poderosos que la tradicional a la hora de proteger a las personas de las fuerzas del mal, además de formas alternativas de rendir homenaje a los espíritus de los muertos.
7. Los misioneros y las fuerzas de la oposición
La batalla por las almas, a ojos de los primeros misio- neros, se libró contra las supercherías y las costumbres lascivas de los isleños a los que aspiraban a convertir. De hecho, durante los primeros años de misión en las Marianas, la oposición con la que se toparon los misioneros era la de los isleños a los que habían eno- jado por un motivo u otro. En las emboscadas y es- caramuzas que se sucedían con frecuencia por aquel entonces, doce jesuitas sufrieron muertes violentas,
74 y veinte de los 31 ayudantes seglares que acompaña- ban a la comitiva inicial de jesuitas también perdieron la vida a causa de las continuas hostilidades. Aun así, fueron fácilmente sustituidos, y el número de jesuitas asignados a la misión alcanzó los catorce en 1680. El riesgo de sufrir una muerte violenta en las islas, lejos de disuadir a los voluntarios, los incentivaba, siendo las Marianas tan atractivas para los jesuitas que buscaban convertirse en mártires como lo había sido la misión francesa al Nuevo Mundo. A medida que empezaron a circular por Europa los relatos sobre las Marianas, la comitiva de misioneros en las islas fue creciendo y vol- viéndose más cosmopolita. En solo unos años desde su fundación, llegaron jesuitas holandeses y sicilianos, y pronto se unieron también los bohemios, austriacos e italianos. De hecho, el jesuita que más tiempo sirvió en las islas (48 años) fue el hermano Jacopo Chavarri, de origen napolitano.
Debido a la oposición que encontraron los misio- neros poco después de su llegada, la Corona españo- la envió tropas para proteger a los misioneros y de- signó a un gobernador que administrara la creciente guarnición militar. El número de soldados, la mayo- ría reclutados a bordo de galeones, en 1680 había au- mentado de veinte a 130. Los jesuitas, inicialmente
contentos por disponer de estos refuerzos que brindaran protección a su vulnerable nueva misión, pronto empezaron a lamentarse de los excesos de los soldados. Además de las libertades sexuales que estos se tomaban con las mujeres locales, utilizaban su posición para requisar a la población isleña todo aquello que deseaban. Un jesuita se quejaba de que «los robos que han perpetrado los soldados entre los indios, y el resto de las extorsiones, han sido inconta- bles» (Solórzano, 20 de mayo de 1681, ARSJ Filipinas 13, f. 248). Sin embargo, los soldados se veían cada vez más empobrecidos a medida que aumentaban en número y su salario iba menguando. Al final, con- tinuarían explotando a otros del mismo modo que ellos eran explotados por sus propias autoridades.
Al igual que los militares actuaban al margen de la misión y sus objetivos, lo mismo podría decirse de los gobernadores civiles. Algunos explotaban desver- gonzadamente a sus tropas y a la población local en beneficio propio. Tres de estos gobernadores (Espla- na, Pimentel y Tagle) fueron especialmente infames por su corrupción, tal y como atestiguan los docu- mentos de la época. En un intento por hacerse con el control de la mayor cantidad posible del subsidio anual para invertirla en el comercio de galeones, es- tos gobernadores vieron motivos para reducir los sa- larios, aun cuando habían subido los precios de los alimentos en la tienda del gobierno hasta en un 500 por ciento (Quiroga, 26 de mayo de 1720, AGI, Fili- pinas 95, f. 24).
A medida que la iglesia echaba raíces y la resisten- cia inicial de los isleños remitía hasta desaparecer, los misioneros fueron encontrando otras fuerzas que dificultaban sus avances. Paradójicamente, la nue- va oposición a la que hacían frente a medida que la misión iba asentándose provenía de quienes habían sido enviados a las islas para protegerlos y salvaguar- dar su labor.
8. Un periodo de tranquilidad
Llegado 1730, la misión había adquirido un grado rela- tivo de estabilidad. Introducidas nuevas reformas para corregir los abusos administrativos, los soldados reci- bían el pago de su sueldo en efectivo y se suavizaron las severas exigencias laborales a los isleños. Se desig- nó a un pastor por cada uno de los pueblos y la vida en torno a la iglesia se desarrollaba sin la convulsión de los años anteriores. Las escuelas de la misión, creadas























































































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