Page 56 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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belga y español y que se dirimió en el Tribunal de La Haya. Tanto durante sus estadías en esta ciudad holandesa como en los intervalos barceloneses, Mendoza siguió hurgando en archivos, bibliotecas y hemerotecas. Buscaba allí documentación, de géneros muy diversos, para el caso que le ocupaba. Y, al tiempo que trabajaba, recogía materiales para su uso particular. Fue crucial, en esta pesquisa, el hallazgo de la historia de Josep Albert Barret, un industrial catalán tiroteado por anarquistas en 1918. A partir de ahí, la historia del también industrial Savolta empezó a sustentarse en un caña- mazo que poco a poco iría enriqueciéndose y dibujando un gran mosaico en el que se ensamblaban fragmentos de todo género y procedencia, unos incluidos tal cual, en el mismo formato en que los había encontrado el autor, otros debidamente fabulados.
Una vez fallado –favorablemente para los intereses españoles– el caso de la Barcelona Traction, Mendoza combinó su proyecto literario con traduc- ciones del inglés al castellano para editorial Planeta y con un empleo en el desaparecido Banco Condal, en cuya asesoría jurídica desempeñó labores de poca monta. Allí coincidió con Diego Medina, hijo como él de un alto funcionario judicial y, también como él, lector voraz. Medina, a quien dedi- caría La verdad sobre el caso Savolta, fue el primer y atento lector de los frag- mentos que, a la vuelta de los años, la integrarían. Y, según Mendoza, ejerció como un consejero fiel, fiable y discreto a lo largo de toda la redacción.
No fue esta redacción una tarea sencilla ni, mucho menos, rápida, pese a que el autor actuó de modo disciplinado y se impuso jornadas inflexible- mente pautadas (oficina por la mañana, trabajo literario por la tarde en casa). Mendoza acometió dicha redacción provisto de gran cantidad de do- cumentos, sujeto a la influencia de sus autores predilectos, desde los del Siglo de Oro español hasta algunos norteamericanos del siglo XX, como John Dos Passos o Donald Barthelme, pasando por Dickens, Baroja y Valle- Inclán. Decidió pronto que la novela sería como un gran «patchwork», en el que confluirían fragmentos de géneros dispares (policial, histórico, fo- lletinesco, etcétera), voces diversas y todo tipo de hablas y de tonos narra- tivos. Con esta orientación, llegó a acumular más de mil páginas, que daban cuerpo a un original de difícil comercialización y que, tras algunas fallidas
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