Page 133 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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espíritu gremial orientado a integrar la administración del Estado. De ahí surgiría, en buena medida contraviniendo esos principios, el “intelectual, demócrata, burgués”, en certera autodefinición del propio Azaña.
La novela transcurre, dentro de una cierta intemporalidad espacial, entre las paredes de un edificio que aísla, recluye y previene del exterior, en una convivencia regida por sus propias normas, ritos y gestualidades. Como en todo ejercicio rememorativo, coinciden simultáneamente dos identidades: la de quien, adulto y ya reconocido escritor, recuerda el pasado, y la del sujeto recordado que, en ese ayer, es reconfigurado según el filtro selector de la memoria. Se han señalado sobradamente las coincidencias –y diferen- cias– con la conocida novela de Ramón Pérez de Ayala A.M.D.G. (La vida en los colegios de jesuitas) (1910); y, mientras esta presenta una visión furi- bundamente anticlerical, El jardín de los frailes observa vivencias con un tono críticamente ponderado, tolerante incluso, y que, con el devenir del tiempo, se acabará haciendo entrañable. Más allá de una crónica de la co- tidianidad académica, esta novela es también un agudo ejercicio estetizan- te, la “historia de un alma” en formación, la radiografía de una conciencia sentimental. Se produce así una estilización de las percepciones sensoriales, de donde aflora un ser íntimo, trémulo de olores, tonos y sonidos: “Del jardín quedaba el aroma de los bojes, del convento el fulgor que exhalaban las celdas, del estanque un destello sin foco. Sensaciones dislocadas, tenues, residuos del naufragio del día en el mar del silencio”3.
En momentos puntuales el joven estudiante sale al exterior, abandona el régimen interno y contempla el mundo en su turbadora acritud, como evidencia de una frustrante educación sentimental. Buena muestra de ello es la visita al prostíbulo, donde describe, con amarga ironía, tipos y am- bientes de patética caracterización:
La cordobesa tenía menudos pies, delgado el tobillo, ojos verdes, el pelo de azabache y pulideces trigueñas que su indecoro de bestezuela no le consentía guardar secretas. La opulenta navarra semejaba la diosa Juno, decaída de su rango. Ambas tenían estilo propio. Ya se habrán muerto: su trajín no prometía menos. De ellas no escribe la historia ni las recuer- dan algunos hombres de pro que sestearon en sus brazos. Es piadoso evocarlas en su ambiente: el umbrío patio de madame Paca –francesa de Barcelona– y los bancos recién pintados de verde, resol en la calle, el silencio de las alcobas y su fuerte adobo”4.
La urdimbre medular de esta novela viene constituida por un conjunto de intimidades que, pese a los posibles reparos o timideces, definen una tra- yectoria de candente emotividad. Azaña recoge, “venciendo el pudor”5, como se proponía en el prólogo a la novela, una confesión personal que gravita entre las expectativas sentimentales y la descarnada evidencia del aprendizaje sexual.
3 Ibídem, p. 670. 4 Ibídem, p. 712. 5 Ibídem, p. 655.
132 Jesús Ferrer Solà




























































































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