Page 170 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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que, no obstante, no pueden doblegar “los jardines” del pensamiento ni justificar la desigualdad social. Incluso si los grandes autores y sistemas se muestran simplificados hasta el extremo de la parodia, la filosofía obra su responsabilidad de aletheia, de desvelamiento. Y en lo no dicho, en las advertencias que inoculan miedo como mecanismo de control, en la frivo- lidad de las explicaciones, el joven estudiante interno en un colegio religio- so halla acordes perdidos que resuenan en su actitud meditativa práctica y transformadora, en las incipientes iniciativas editoriales, en las acciones escénicas, en las experiencias musicales cuyo fin escolar y, en ocasiones, propagandístico, Manuel Azaña trasciende convirtiéndolas en impulso de amor al saber que se concreta en una actitud demócrata.
He aquí la germinación de una semilla que acabará convirtiéndolo en pre- sidente de la Segunda República española. Una semilla que no se perderá ni siquiera cuando el exilio sea la consecuencia biográfica de la Guerra Civil y, por tanto, su dolorosa última etapa, como la de cientos de sus con- ciudadanos y conciudadanas. El 27 de febrero de 1939 Francia e Inglaterra reconocen a Franco; al día siguiente, Azaña, desde la Embajada de España en París, envía al presidente de las Cortes su carta de dimisión como presi- dente de la República. Se inicia el camino incierto que preveía llevarlo a Ginebra, y se despide de un mundo, de una época, yendo a escuchar a Beethoven interpretado por el director y compositor austriaco Felix von Weingartner, filósofo y alumno de Liszt. Manuel Azaña había disfrutado, en su juventud, al mítico wagneriano Weingartner. En el presente de la decepción que va a suponer la actitud de los países aliados o de la Sociedad de Naciones ante el golpe de estado franquista, no es baladí oír el susurro de Azaña ante la música de Beethoven encarnada en Weingartner: “¡Qué blanco está ya!”.
Europa y España son ya el mundo de ayer...
Azaña, también envejecido, enfermo, culturalmente solo entre los suyos, de los que sufrió un “auténtico linchamiento moral”, como señala José Luis Aranguren. Mas ni siquiera la cercanía de la muerte, la humillación o la Gestapo arrebatarían esa semilla de dignidad al expresidente, que habría aceptado ser tachado de traidor si eso hubiera podido lograr la amnistía de los españoles y españolas condenados por la dictadura militar, si eso hubie- ra podido dejar oír el canto y la voz de los muertos que envían, decía en su discurso de reconciliación de 1938, el mensaje de la patria eterna a sus hi- jas, a sus hijos, clamando paz, piedad y perdón.
No se resiste para vencer, leemos en sus textos, lo escuchamos en sus con- versaciones de paz, sino para obligar al enemigo a negociar. El jardín de la palabra “patria”, es decir, del bien común, está sembrado de los frutos de la cultura, la justicia y la libertad. Su música ha de interpretarse despacio..., pero no demasiado.
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