Page 195 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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no desvirtúa el carácter de la revolución, burguesa y menestral, urbana”. Y véase con qué certera frase explicaba cómo, para asegurar el reconoci- miento de sus privilegios, la aristocracia dosificó su apoyo a Carlos V: “Al brazo militar, o sea, a los grandes y caballeros, les importaba que el César venciese, que no venciese demasiado, y que no venciese en seguida”.
Así pues, el primitivo propósito de rebatir una tópica referencia de Ganivet terminó dando lugar a un estudio de apreciable envergadura historiográfi- ca y también literaria. El fragmento relativo a la sustitución de Pedro Mal- donado por Francisco Maldonado entre los condenados a muerte y la sub- siguiente escena de la ejecución puede ser un buen ejemplo de sus rasgos de estilo: la habilidad para introducir citas documentales en la narración sin romper el ritmo de esta y respetando la integridad de aquellas; los vai- venes, nada banales y a menudo ácidos, entre el tema tratado y el presente del narrador, y la integración de oportunas referencias culturales (literarias, pictóricas) que reclaman la complicidad cultural del lector.
Además de ser sagaces y sólidas, como confirmaron más tarde los historia- dores de profesión, las observaciones de Azaña sobre la dimensión sociopo- lítica del movimiento comunero actuaron como un soporte intelectual de su propia acción política durante la dictadura de Primo de Rivera. Autor de una apelación a la República cuando el monarca consintió, o propició, el establecimiento del régimen dictatorial, Azaña entendió que una alianza de las clases medias con la clase obrera organizada constituía el fundamen- to social de una democracia republicana entroncada en la historia española. No es extraño, por tanto, que la comparación con el presente aflorara algu- na vez con desenvoltura en su análisis de las Comunidades: “La flor de los reinos, la gente de estudios, los menestrales y la clase media, ¿representarían en el orden político el atraso, la rutina, frente a los vasallos de los señoríos, frente a los soldados de oficio, frente a los grandes señores mismos, prime- ros interesados en conservar el orden tradicional? Como si hoy dijesen que el voto electoral de las diez o doce ciudades españolas más populosas, tra- bajadoras e ilustradas, denota inspiración peor o más distante del bien público que el voto de los campesinos obedientes a los caciques, o que el voto de los oficiales del ejército, apoyo de la Corona”.
Siendo ya presidente del Gobierno, Azaña no olvidó el viejo tema de los comuneros a la hora de buscarle –no sin obvias simplificaciones– un linaje histórico a la acción política republicana encabezada por él. En la alocución que dirigió a la asamblea de su partido, Acción Republicana, el 28 de mar- zo de 1932 afirmó que la tarea de los republicanos era poner término a una “digresión de la historia”, reanudando “la tradición de los comienzos de la edad moderna de España, cuando las ciudades españolas y sobre todo cuan- do las ilustres ciudades castellanas querían regirse al modo de las repúblicas italianas”. Y, significativamente, al apoyar el Estatuto de Cataluña en su discurso en las Cortes el 27 de mayo de 1932, volvió a reivindicar esta
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