Page 315 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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vertía a los disidentes en extranjeros. Y, enlazando el pasado con el dra- mático presente que contempla a través de la ventana en la residencia de La Pobleta, en la que escribe, concluye: “Eso quieren hacer con nosotros los rebeldes. Somos la antipatria, es decir, otra nación, proscrita, volcada al suplicio o al destierro”.
Admitir una suerte de existencia autónoma para esta otra nación, dándo- le consistencia e identificándola con una de las dos Españas, significa confundir los efectos del mito con sus causas. Porque esa España “pros- crita, volcada al suplicio o al destierro” de la que habla Azaña no es una presencia inexplicable sobre la península, una incontestable realidad in- memorial como un árbol, una corriente de agua o una roca. Por el con- trario, constituye una de las consecuencias más trágicas y más indeseables del programa que, intentado unificar a los españoles por la creencia, se ha perpetuado en la única España que existe, la España a la que pertenecen los españoles de toda condición. La otra España, la anti España, es solo la criatura indirecta de ese programa, y de ahí que la manera más eficaz de contrarrestarlo no consista en adherirse a la nómina de sus víctimas, por más que se experimente una profunda solidaridad con ellas, sino en denunciar el fanatismo y el autoritarismo que lo inspira. Reorientar la crítica en esta dirección, que es la dirección que sugiere Azaña al colocar la libertad en el centro de la reflexión intelectual y de la acción política, fue lo que persiguió en su día la República y es lo que, una vez que fra- casó, permitiría hoy abordar una de las grandes tareas pendientes en la historia de las ideas en España, a fin de contrapesar las nuevas llamaradas de nacionalismo que desde la periferia avanzan ahora hacia el centro: identificar la auténtica genealogía del liberalismo. Cuando los constitu- yentes de Cádiz aprueban un artículo declarando que “la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera”, así como que “la Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”, el programa de unificar por la creencia promovido por los Reyes Católicos y perpetuado a través del principio dinástico y el tradicionalismo queda fatalmente confirmado. Al igual que queda confirmado cuando, en la introducción a su Historia general, Modesto Lafuente, un liberal, admite que el destino de España es realizar el plan divino.
Estos y otros son hitos destacados en los que, utilizando la expresión de Isaiah Berlin, se tuerce el fuste del liberalismo español, contribuyendo a rehabilitar la pregunta nacionalista de qué es España en lugar de promover la pregunta liberal de cómo debe ser gobernada. Una de las respuestas a la primera pregunta es, sin duda, el mito de las dos Españas, bajo cuya advo- cación directa o indirecta se colocan quienes defienden las esencias católicas de la nación, en línea con García Morente. Pero, paradójicamente, también quienes oponen a esas supuestas esencias católicas unas esencias diferentes y quienes, arrogándose los privilegios del conocimiento filosófico, preten-
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