Page 313 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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en la más asfixiante, y por lo demás irresoluble, de qué es España, propia del nacionalismo. Con el agravante de que el estallido del enfrentamien- to fratricida, con españoles a un lado y a otro de las trincheras, corrobo- raba en apariencia el mito de las dos Españas. En este sentido, la guerra en el interior de la guerra que tiene lugar en 1937, cuando las milicias anarquistas y de otras fuerzas políticas como el POUM rechazan some- terse a la disciplina de un ejército a las órdenes de la República, llegando a la violencia en las calles de Barcelona, es prueba de que, así como la España encarnada por el bando nacionalista tiene rasgos unívocos y deli- mitados, la otra España se define exclusivamente por oposición a la ante- rior. Eso es lo que hace que en esta otra España proteica, y solo definida por oposición, se encuentren forzados a convivir programas políticos que no solo no son semejantes, sino que son abiertamente incompatibles. Entre las ideas conservadoras de Alcalá-Zamora, el liberalismo de izquier- da de Azaña, la socialdemocracia de Prieto, el comunismo de la Pasiona- ria, el trotskismo de Nin y el anarquismo de Durruti, por poner solo al- gunos ejemplos, no existe más nexo de unión que una precisa coyuntura histórica: al estallar la Guerra Civil, las fuerzas de la izquierda revolucio- naria prefieren un sistema como la República, no porque valoren sus principios políticos liberales, sino porque, para ellos, es una estación de paso hacia la nueva sociedad sin clases.
Solo desde el esquematismo binario sobre el que se levanta el mito de las dos Españas es concebible que, como ha sucedido hasta fecha relativamen- te reciente, la historiografía considerase como sinónimos la República y la revolución que estalla en su interior, alimentada por la rebelión militar. Y más aún, solo desde ese esquematismo podía llegar a formularse una hipótesis como la de que el ruido y la furia de la Guerra Civil ocultaron durante décadas la existencia de una tercera España, confundiendo la repugnancia ante la violencia que sintieron muchos hombres y mujeres al estallar el conflicto en una justificación para mantener la equidistancia entre el orden constitucional y la rebelión militar. También innumerables republicanos fieles a la República sintieron esa repugnancia, comenzando por el propio Azaña, pero entendieron que su deber era permanecer jun- to a las instituciones de 1931, defendiéndolas frente al ataque de los militares rebeldes y sus aliados, por un lado, y también frente a los revo- lucionarios y los suyos, por el otro. Por lo demás, estos republicanos fieles a la República no constituyeron tampoco un bloque homogéneo, una España ni segunda ni tercera, puesto que entre ellos surgieron profundas diferencias, no tanto en la conducción militar de la guerra, encomendada al general Rojo, cuanto en un plano diferente, en el que, asumida la inevitabilidad de la derrota, urgía acomodar las decisiones políticas a las inexcusables exigencias de la moral. Los dos dirigentes que se enfrentan por esta cuestión son Manuel Azaña, como presidente de la República, y Juan Negrín, como jefe del Ejecutivo. La paradoja que prospera en los meses finales, antes del definitivo hundimiento de la República, es que,
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