Page 25 - Nada temas, dice ella
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La estirpe de los ambiciosos
I.
«The sublime is now». Con ese título, el pintor estadounidense Barnett Newman publicaba en 1948 un artículo, breve pero célebre, en el que declaraba su defensa y su fe en un arte místico que él mismo –junto con Mark Rothko
o Clifford Still– practicaba en los años de la posguerra mundial. «Ha llegado
la hora de lo sublime, es el tiempo de un arte trascendente», venía a decir.
Se refería a un «sublime moderno», alejado del edificio de las convenciones construido por la tradición, pero en la estela de toda una estirpe de ambiciosos, exploradores de lo Absoluto: Miguel Ángel o Rembrandt, Friedrich y Turner o, ya en el siglo xx, Malévich, Rothko o Smithson. «Creemos en el impulso natural del hombre hacia el infinito, hacia todo lo que concierne a las emociones abso­ lutas. Nos liberamos del estorbo de la memoria, del mito, de todos los recursos del arte occidental. En lugar de erigir catedrales sobre Cristo, el Hombre o la Vida, las construimos sobre nosotros mismos, sobre nuestros sentimientos. Esa imagen que producimos es una revelación que puede ser comprendida por cualquiera que quiera mirarla sin las nostálgicas gafas de la historia». Con este programa Newman inscribía el arte en una vía contemplativa cuya misión era desbancar la torre ortodoxa de la Belleza y sustituirla por ese otro universo metafísico, suprasensible, intensamente introspectivo, que él materializó en grandes y etéreos campos de color, a base de pigmentos puros y luces pulve­ rizadas, en un espacio ilocalizable, desértico y uniforme.
A lo largo de la historia, los artistas se han tuteado con las cosas divinas con una familiaridad y una confianza vedadas a la mayoría de los humanos. A pesar de la complejidad histórica y teórica que esto implicaba, moviéndose entre la sombra y la luz, han ido encontrando, en el curso de siglos y siglos, respuestas sutiles para hablar de un más allá desconocido e indecible.
Pero aunque el elemento religioso ha ocupado un lugar matricial en el desa­ rrollo de las actividades artísticas, sería una ingenuidad cualquier visión homo­ génea de este hecho. Lo impiden las rupturas artísticas que han modificado la relación entre el arte y lo trascendente, las mutaciones teológico­políticas, los cambios en la sensibilidad colectiva.1 Comencemos por recordar, incluso, que
el cristianismo nació bajo una tajante aversión teológica a la magia de las imáge­ nes, a los cuerpos y a la materia, al placer de lo visible (quizá debido al odio a los ídolos paganos): las creencias sagradas pertenecían a un mundo invisible, a ese «cielo de las ideas» que Plotino, en plena crisis espiritualista del Bajo Imperio romano, reclamaba en sus Enéadas (c. 270) al abogar por un arte exclusivamente


























































































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