Page 26 - Nada temas, dice ella
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mental dedicado a representar el reino de lo Uno, de lo Absoluto, y propugnaba una estética de la huida que diese la espalda a los sentidos, desdeñase la materia y se separase de la naturaleza y el naturalismo, es decir, del volumen, el espacio y el peso de las figuras, en pro de una Belleza solo accesible a un «Ojo Interior».
Fue a este idealismo trascendente al que se rindió el primer arte cristiano, el más joven. Y aunque hacia el siglo vi el cristianismo fue olvidando la prohi­ bición bíblica y empezó a fabricar figuras divinas, durante el milenio siguiente, hasta la llegada del Renacimiento, la obra de arte no dejó de ser vista como el punto de partida de una experiencia metafísica, un medio para llegar al «océa­ no de lo Uno», al nous (la parte más elevada del alma). Alcanzar el principio esencial de lo divino exigía una «visión transparente», donde los cuerpos fue­ sen atravesados por la luz sin estorbo y donde el espectador no distinguiese los límites que le separaban del objeto contemplado: una aspiración que se mate­ rializó en ese prodigio celeste, luminoso y coloreado que fue la vidriera gótica.2
Solo a fines de la Edad Media se despertó algo así como un «deseo de natu­ raleza». Figuras divinas, escenas milagrosas y todo un imaginario de lo sagrado empezaron a descender a paisajes y arquitecturas terrenales, a habitar el Tiempo mundano. El artista recuperó el gusto por la observación y lo narrativo, y con­ virtió a vírgenes, santos y mártires en la glorificación de un cuerpo bien situado en el espacio físico.3 La colección histórica del Museo Nacional de Escultura es un canto a esta figuración de lo religioso, traída por los vientos del humanismo moderno, que mantiene con lo trascendente un hilo, férreo en el dogma pero tenue y ambiguo en las formas. Sus figuras ilustran leyendas, ritos y hechos de la espiritualidad cristiana y son un paradigma de las vías y estilos que sucesivas generaciones de artistas fueron inventando para promover la unión del fiel con la divinidad, rehaciendo en cada generación las reglas y las fronteras conocidas. El nervio emocional de Alonso Berruguete, el patetismo tumultuoso de Juan de Juni, el dolorismo de Pedro de Mena, la crueldad torturada de Gregorio Fernán­ dez componen un «teatro teológico» basado en una relación física, sensorial, con la figura, concebida esta última como un receptáculo de lo sagrado, como un icono milagroso, transfigurado. La escultura, particularmente, con esa corporei­ dad tangible, con su brutalismo matérico y positivo, cumple la misión de dar en la diana del alma de los fieles, que ven en la figura una aparición misteriosa. A la consideración artística hay que sumar esta otra realidad: que el icono religioso no dejó de ser la manifestación visible de una persona sagrada ni renunció a la fuerza totalizadora que tan eficaz había sido a lo largo del milenio anterior.
Habría que ir un poco más allá y ver el envés de estas prácticas del arte reli­ gioso basadas en la figuración, porque hablamos, no se olvide, de realidades en































































































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