Page 27 - Nada temas, dice ella
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sí mismas «infigurables», invisibles, irrepresentables, como son los misterios de una fe.4 Practicar un arte «natural» en el territorio de lo innatural es un ejer­ cicio lleno de equívocos y desafíos: no puede basarse en «buscar la semejanza» (como sucede en el género del retrato o del paisaje), porque no hay un término visible que permita la comparación. Y, de hecho, durante siglos solo fue posible gracias a «mecanismos de desplazamiento» alegóricos que permitían incorpo­ rar esa dimensión enigmática mediante una red de signos: una nube luminosa, cierta forma de elevar los ojos o de extender las manos, un lirio, un aro de luz en torno de una cabeza, una pompa de jabón... Todo eso que la historia acadé­ mica ha simplificado cómodamente bajo el nombre de «iconografía», pero que esconde zonas de sombra y una profusa red de pliegues interpretativos y oscu­ ros significados teológicos.
II.
Cuando la sociedad moderna del siglo xx comenzó a vivir el imparable proceso de secularización, en el que ya no tenían tan fácil cabida los agotados conven­ cionalismos del arte cristiano, el artista comenzó a explorar su intuición de la divinidad mediante nuevas formas. Formas ajenas a los viejos rituales y prácticas devotas, pero basadas igualmente en una imaginación ultramundana, introspec­ tiva e inmaterial. La vida del espíritu regresó a escena, de manera abiertamente programática, cuando en 1911 Kandinsky escribió De lo espiritual en el arte, donde proponía aquel salto en el vacío que fue la invención de la pintura abstracta. ¿Abstracta para qué? Para expresar una «necesidad interior». Esta apertura hacia la conciencia, este ojo abierto hacia dentro, permite a la generación de Kandin­ sky olvidar la vida real y sus accidentes, que les resultaban, como a Plotino, un estorbo, y adjudicar al arte la tarea de descifrar el aliento metafísico que se ence­ rraba en la vida material. La teoría kandinskiana supuso un pequeño seísmo en la sociedad del momento, como lo fue en el mismo año y a miles de kilómetros la deslumbrante transformación de Malévich del krasny ugol (el «rincón rojo», don­ de en todas las casas campesinas se honraba al icono sagrado del hogar) en un Cuadrado negro sobre fondo blanco que le permitía plasmar un mundo «supremo», un desierto vacío, ingrávido e infinito. Estos experimentos, entre muchos otros, dejaron cierto poso que, aunque arrinconado durante buena parte del siglo xx, nunca llegó a desaparecer.
Ha sido en el tránsito del siglo xx al xxi cuando las nociones de sacralidad, espíritu, religión y misticismo han conocido un renacer como apuestas artís­ ticas fuertes, muy distintas de todos los experimentos precedentes. Han reapa­ recido temas bíblicos, como la caída, la debilidad o el fracaso; y, sobre todo,































































































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