Page 79 - I estoria-ta: Guam, las MarianasI estoria-ta: Guam, las MarianasI estoria-ta: Guam, las Marianas y la cultura chamorra
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o macaries (Martínez, 1997: 446) y chamuri (Martínez, 1997: 467), y que gozaban de respeto, autoridad y cier- tos privilegios, aunque no de poder real sobre el resto de la comunidad, algo en lo que también incidieron los jesuitas posteriores (Ledesma, 1670: 4; Sanvitores et al., 1671; Lévesque, 2000: 15). Las fuentes señalan también la presencia de alguna mujer en esta posición social (García, 1683: 205, 577-578; Lévesque, 2000: 18). En este tipo de sociedades, en las que no existe una marcada división funcional del trabajo, ni una estrati- ficación social acusada, lo que se persigue y valora es continuar haciendo las cosas de la misma manera que se han hecho siempre (Clastres, 2014; Elias, 1989; Her- nando, 2002). Es importante no olvidar esto para en- cuadrar en su justa medida el significado de los cam- bios y continuidades que siguieron a la reducción.
Con las escuelas se externalizó por primera vez parte de la socialización infantil en espacios segregados espe- cialmente ideados a tal fin, situados normalmente al lado de las iglesias. La verdad es que nos gustaría saber más sobre su funcionamiento y enseñanzas, pero las fuentes no se caracterizan por su locuacidad al respecto. No obstante, lo verdaderamente importante a considerar aquí es que las escuelas fomentaron en su alumnado una identificación con la racionalidad jesuita (Molina, 2013) encaminada a romper con esa tradición local. Las nuevas formas de comer, de vestir, de curar o de sexua- lidad que promovieron no solo fueron diferentes sino muchas veces irreconciliables con los hábitos anterio- res. Que sectores importantes de la sociedad chamo- rra entendieron la amenaza cultural que suponían los colegios se puede deducir de los ataques que lanzaron o de las estrategias que desarrollaron para recuperar a sus niños. Gabriel de Aranda, por ejemplo, recoge una carta del jesuita Sebastián de Monroy donde cuenta que los de Orote habían «robado» a los niños de la escuela para llevarlos a otro pueblo donde los tenían «retirados» (Aranda, 1690: 377). El conflicto intergeneracional es- taba también servido (García, 1683: 240; Aranda, 1690: 341), a la vez que el aumento de la distancia cultural entre quienes se escolarizaban y quienes no.
Sin duda alguna, las escuelas fueron también un artilugio potente para transmitir ideología de géne- ro pues los misioneros jesuitas tenían una idea muy clara sobre los roles, comportamientos, actitudes y valores que debían caracterizar a hombres y mujeres, y que el estado natural de las últimas era la subordina- ción a los primeros. Francisco García (1683: 595), por ejemplo, alaba los efectos que el matrimonio causa en las chamorras y también «la sujeción a sus maridos,
reconociéndolos por Superiores, y cabezas estas mu- jeres, criadas en una tierra donde la mujer manda, y el marido obedece». Sin duda, la interpretación que los jesuitas hicieron del sistema de género Latte estuvo mediatizada por la suya propia. Por ello, ese «mandar» de las mujeres posiblemente sea un sesgo ante unas relaciones de género menos asimétricas de las que existían en Europa. En cualquier caso, ese mayor po- der que las fuentes otorgan a las mujeres se restringe al ámbito de la familia, donde gozan de más privilegios en las disputas maritales, como el de conservar a sus hijos cuando deciden separarse.
Las escuelas jesuitas fomentaron también nuevos há- bitos corporales y, con ellos, nuevos valores culturales. Quizás uno de los más evidentes sea el que se refiere al vestido, relacionado a su vez con la manufactura textil (Montón-Subías y Moral, 2021). Con la excepción de los tifis o cubresexos que utilizaban las mujeres mayores de 8-10 años (Martínez, 1997: 450; García, 1683: 198), chamorras y chamorros Latte no solían cubrir sus cuer- pos con ropa, aunque sí llevaban sandalias y sombreros tejidos de palma. Para los jesuitas, estos cuerpos, que leyeron como desnudos, eran sinónimo de una «barba- rie» que debía «civilizarse» con la utilización del vestido. En ello pusieron todo su empeño, no sin la renuencia, una vez más, de todos aquellos y aquellas que no que- rían renunciar a sus códigos culturales. Vestir el cuerpo supuso, en realidad, mucho más que taparlo con prendas extrañas porque el vestido funcionó a modo de aparato disciplinario para incorporar valores como la modestia, la vergüenza, la decencia, el recato o la virtud, que debían caracterizar a la nueva manera de ser persona.
Otro pasaje de Francisco García ilustra muy bien cómo el mantenimiento de la ropa recayó sobre manos femeninas. Refiriéndose a las jóvenes chamorras casadas en Hagåtña con españoles y filipinos, comenta que «iban todos los días a misa, y después acudían a las obligacio- nes de su familia, gastando el día en coser, lavar la ropa, y las otras haciendas de su casa» (García, 1683: 561). Antes de la colonia, también eran las mujeres las encargadas de la manufactura textil, así como de la cocina. Otras actividades de mantenimiento, como la socialización infantil, se compartían entre hombres y mujeres, igual que las tareas agrícolas, la recolección de los recursos de la jungla y la pesca y el marisqueo dentro de la laguna (el espacio que queda entre el arrecife y la playa). Otras prácticas, como la pesca de altura, eran, en cambio, pa- trimonio masculino. Lo significativo no es tanto que la colonia estrechase la asociación entre las mujeres y las actividades de mantenimiento, sino que su desempeño
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Género y vida cotidiana en la misión jesuita. El proyecto ABERIGUA



























































































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