Page 20 - El Capitán Trueno. Tras los pasos del héroe
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PATXI LANCEROS
 Primer número de El Capitán Trueno, «A sangre y fuego», 1956
moderna (Walter Scott, por ejemplo y por supuesto), Ricardo Corazón de León es el más literario (y, hoy, cinematográfico) de cuantos reyes, y son muchos, ha dado la historia. Que sea el más literario quiere decir aquí que su leyenda sobrepasa, se sobre- pone, con creces (y eufemiza conveniente- mente) la mera historia. Es precisamente la leyenda la que otorga también una especie de estatuto heroico al rey; y uno que quizá la historia, hosca e intransigente, le habría rehusado (o, al menos, discutido). «Fue un mal hijo, mal esposo y mal rey –sentencia S. Runciman en su amplia y vigorosa His- toria de las Cruzadas–, pero un valiente y espléndido soldado». El suyo, el de Ricardo,
no era, desde luego, un carisma burocrático o administrativo, si se pueden emplear tan anacrónicas palabras; no le atraían las tareas, las complejidades ni las intrigas del gobierno (tal vez sí otras confabulaciones). De hecho, apenas llegó a medio año el tiempo que pasó en Inglaterra durante su reinado. Expuesto y excesivo, el rey centrífugo fue pluralmente «ex-»: y su vida, un prolongado exilio, un continuo éxodo. Conquistador y cruzado, perse- guido, preso, acosado por enemigos (y) usurpadores, orgulloso sin medida, acaso déspota y ocasionalmente cruel, el Ricardo de la historia fue redimido por el Corazón de León de la leyenda, de la literatura (no sin alguna base en la mera y más prosaica empiría): el poeta y cantor en el calabozo, el rey disfrazado de peregrino que entra clandestinamente en su propio reino, el deus ex machina de la anhelada justicia frente a la infame ley para Robin Hood y los sublevados de Sherwood. Aquel que negaba la jerarquía del emperador diciendo que su rango le impedía reconocer a ningún superior que no fuera Dios, podría haber visto transformada, gracias a la transubstanciación literaria, la vanidad en dignidad; y quizá el capricho, o la pura arbitrariedad, en justicia: «Dios y mi derecho» fue su divisa. La literatura, efectivamente, obra milagros.
Y es Ricardo Corazón de León el que, para entretener sus ocios antes del combate deci- sivo a las puertas de San Juan de Acre, organiza (o manda organizar) un torneo amistoso entre caballeros. Y, previsiblemente, reta a cualquier adversario (caballero, obviamente) que quiera batirse con él. Tras la primera victoria, el rey reitera su reto «con alegre fanfa- rronería desprovista de malicia». Y es entonces cuando aparece, de espaldas, y celado, un «caballero negro», jefe de los cruzados españoles (sic), al que llaman el Capitán Trueno. Quede el combate, por el momento, en suspenso. Repárese en que, en el universo literario que preside la figura de Ricardo, aparece un caballero sin nombre ni genealogía. Lo que designa a priori al combatiente es clase, casta o rango (caballero, jefe, capitán); lo que le caracterizará a la postre será valor, destreza, honradez. Pero uno no nace capitán ni jefe. ¿Quién es el caballero? Le llaman Capitán Trueno, mas ¿cómo se llama? No se sabe; no se sabrá. ¿Y acaso importa?





























































































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