Page 12 - El retrato español en el Museo del Prado
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                Infinidad de retratos se antojan fascinan- tes por el hálito de verdad que destilan, bien porque los modelos escogidos se envuelvan en distinción o bien porque resalten su vile- za, debido al descubrimiento de un carácter avieso o traicionero; análogamente pueden parecer hermosos en toda la dimensión de su belleza o rematadamente feos sin paliativos, hasta el punto de sentir rechazo ante ellos; cabe observarlos decididos y valientes como héroes, o arteros y cobardes con las conno- taciones de reflejar a seres despreciables; atraen por semejar francos o reservados, in- genuos o afectados, de acuerdo con su gracia –o la carencia de ella–, su punto de infantilis- mo o su expresión de distanciamiento, para evitar ser tenidos como ejemplos acabados de populacho, describir innumerables po- siciones en la vida y evocar talantes, a cual más diferente. Por todo ello resulta imposible agotar todos los matices que representan las complejidades del carácter humano, aunque en bastantes ejemplos el autor encargado de llevar a cabo la creación pictórica lo logra so- bradamente, siendo un triunfo exclusivamen- te conseguido por quienes saben manejar el pincel e interpretar a quienes tienen ante sí.
Las obras más tempranas se remontan a siglos atrás, desconociéndose todavía las per- sonalidades de quienes se catalogan, a efectos de comodidad didáctica, como «maestro de» buscando su identificación individual. Pero también, en más ocasiones de las deseadas, el nombre del modelo tampoco ha pasado a la posteridad y, a pesar de intuiciones tradicio- nales que rozan más la fantasía que la certeza, retratista y retratado continúan subsistiendo en medio de las tinieblas del anonimato.
Para todos los verdaderos amantes de las bellas artes, e incluso para quienes, sin poseer necesariamente un elevado grado de cono- cimientos, contemplan las creaciones cultu- rales de manera superficial, suponiendo un atractivo más en su discurrir por el mundo, bien sean viajeros apresurados o significati- vos expertos en otros campos del saber, el Museo del Prado resulta siempre un punto de cita obligado. Es un lugar especial en el que un gran número de las realidades estéticas más grandiosas que el genio humano ha con- cebido en su afán por elevarse a las cimas de la perfección, componen un fabuloso univer- so pictórico de obras maestras que suspenden el ánimo, embargan el espíritu, impulsan al ejercicio meditativo y, como correlativo po- tenciador de la nostalgia ante el hecho subli- me, difícilmente puede ser olvidado.
El Prado, considerado unánimemente como uno de los museos más importantes y atractivos del planeta, debido a la riqueza, variedad y calidad de sus colecciones artís- ticas –de la pintura al dibujo, pasando por la experiencia de otras artes–, une a esa des- lumbrante función de supremo receptáculo, abierto a todos para la pública contempla- ción de sus tesoros, el no menos fundamental protagonismo del mensaje histórico que tal repertorio de fascinantes logros de la inspi- ración del hombre enfrentado a su destino, como depositario de un numen iluminador todopoderoso, al que debe someterse e inter- pretarlo, ofrece gracias a sus soberbias piezas de primer orden, a cual más representativa en su función testimonial de ser productos y testigos de un brillante pasado cultural, in- dispensable para captar y admirar el alma de
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