Page 14 - El retrato español en el Museo del Prado
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                todos los campos de la Estética, a los que, por limitación del contenido y el espacio, no es posible hacer referencia adecuadamente en los presentes párrafos, que no constitu- yen otra cosa que un reducido esbozo intro- ductorio de un colosal repertorio de obras artísticas.
Aparte de la elocuente cita del Diccionario de la docta y venerable Institución, vecina físicamente del propio Museo del Prado, en su emplazamiento madrileño, digno de conveniente mención en razón de su valor monumental, aparecen curiosas e interesan- tes opiniones de muy distintos autores que han escrito sobre el asunto, de los cuales, espigando superficialmente entre tantos, se seleccionan unas cuantas peculiares, y sin duda atractivas, por su enjundia y claridad.
Existe un breve aforismo inglés de exce- lente visión: «Los retratos pintados tienen bocas mudas», aunque si la creación es de superior expresividad, no cabe duda de que puede ser muy reveladora. A modo de perso- nal pensamiento, el gran Fernando de Rojas versifica:
Ya te acordarás, Señor
(que yo harto estoy de acordarme), que en Flandes dio en retratarme por fuerza cierto pintor.
Y también M. Régnier se sincera: «No son verdaderamente exactos más que los retratos que no se han hecho de nosotros, y los que un azar misterioso ha hecho ser los maestros». Johann W. Goethe, con interés y su punto de desconfianza, tal vez causada porque no le gustase una efigie determinada, apostilló:
«Nunca nos parece acertado plenamente el retrato de una persona que conocemos bien». El agudo escritor español Manuel Bretón de los Herreros regresa a la poesía y con indu- dable humor aclara:
Al arte de Apeles
soy afecto, y mis pinceles, Camila, tu rostro angélico han osado retratar.
Al mismo tiempo Alfred de Musset ironiza: «Los retratos son los únicos que tienen dere- cho a ser feos», y Anatole France no se anda por las ramas: «Afortunadamente, no tene- mos por qué parecernos a nuestros retratos». Oscar Wilde completa: «Todo retrato pintado comprensivamente es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es puramente el accidente, la ocasión».
Es público y notorio que bastantes perso- nas siguen reduciendo el goce de un retrato a la comprobación minuciosa, y hasta morbosa, de la fidelidad con que los pintores inmo- vilizan el aspecto exterior de los modelos. Estiman que el retrato debe ser, aun sin mo- vimiento ni voz, no obstante su riqueza ex- presiva y su cuota de encanto, la propia per- sona a punto de salirse del lienzo. No conciben el retrato sin todos los pormenores aparentes del efigiado; no obstante la teórica suma de todas esas fidelidades laboriosamente conse- guidas con miras al análisis casi vengativo de futuros admiradores de la obra, para quie- nes la realidad es sólo el contorno, lo físi- camente sobresaliente, la verdad parcial de la apariencia puede acabar despertando en el espectador la irremediable amargura que
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