Page 16 - El retrato español en el Museo del Prado
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                afluían mercancías muy diversas, en una gran medida procedentes de los remotos países de Oriente. Al contacto con estos ámbitos se de- sarrolló una, primero incipiente y más tarde bien asentada, burguesía emprendedora que a la larga obtendría grandes beneficios en la inmediata Era de los Descubrimientos, pri- mero portugueses en el siglo xv y más tarde castellanos, en el curso del xvi. El creciente poder y el afirmado individualismo de esta acomodada clase social propiciaron el cultivo del retrato en los territorios españoles ya de manera autónoma, vinculándose el de corte a las necesidades, intereses y costumbres de la monarquía, regida por una dinastía nueva, iniciada por Juana de Castilla (1504-55), reina titular, por ser hija de los Reyes Católicos, con su marido, Felipe I (1504-6), de la casa de Habsburgo, y sus dos sucesores, Carlos I (1517-56), cabeza coronada al tiempo del Sacro Imperio Romano Germánico, a partir de 1519, y su hijo Felipe II (1556-98).
Resultado de tal situación fue la presencia de artistas extranjeros, flamencos e italianos, al lado de los soberanos. Las experiencias internacionales de estos pintores influirían en la creación de la escuela española de re- trato, que todavía se encontraba anclada en las tradiciones medievales en cuyas pinturas de devoción tenían un papel fundamental las figuras de los donantes que aparecían junto a las imágenes religiosas principales y los seres santificados por la Divinidad. Ejemplo pecu- liar y distintivo de ello es la efigie del escritor Alonso de Villegas –reputado autor del céle- bre texto Flos Sanctorum–, que aparece al pie de la Sagrada Familia con san Ildefonso y san Juan Evangelista en un gran lienzo de Blas de
Prado (h. 1545-1599), obra tardía pintada diez años antes de su muerte.
Como es natural se realizaron retratos ais- lados o en grupo, de carácter privado o pú- blico, en calidad de donantes en los tiempos medievales e incluso hasta el pleno Barroco o en ambientes en los que se exigía el pro- tagonismo en acontecimientos históricos o en situaciones cotidianas, indicio de sus cir- cunstancias personales o las de la casta a la que pertenecía. Todo ello condujo a un alto grado de especialización que obligó a los creadores a dirigir su atención a escenarios distintos, debiéndose preocupar por la pers- pectiva, los objetos y los diversos elementos propiciadores de distintos niveles sociales. Con cierta lógica muchos artistas, considera- dos como buenos profesionales, procedieron a escamotear las huellas de la edad, las heridas del tiempo o las deficiencias de la naturaleza genética de cada uno, con objeto de lograr discretos rejuvenecimientos cuando proce- día, sin caer en el concepto de máscara, a lo cual no era tan dada la escuela española, tal y como evidencia la colección del Prado. Se buscaba lo justo para complacer o, cuando menos, no disgustar en exceso, aunque en muchos casos el espectador actual no tiene claro el grado de verosimilitud de la imagen, puesto que por comparación con otras obras y con fuentes escritas, se desconoce el gra- do de lisonja o halago contenido en la figura que tiene ante la vista. Siempre se recuerda lo que ácidamente comentó santa Teresa de Ávila a su retratista más conocido, fray Juan de la Miseria, ante su cuadro, en el que la representaba sin compasión: «Me has sacado fea y legañosa. ¡Que Dios te perdone!». Es
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