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Si se quiere reducir las desigualdades y crear un
mundo más justo, con más alianzas y sinergias
(como busca la Agenda 2030), esto no puede
tener cabida. La cultura digital debe enfren-
tarse a estas situaciones y en el debate deben
entrar conceptos como el colonialismo digital,
un término en alza. Cada vez se habla más de
soberanía digital, que se ha afianzado como una
de las cuestiones clave de la geopolítica y de la
cultura.
La huella de la cultura
El quién y el cómo son dos de las grandes cues-
tiones que debe abordar la cultura digital, unas
que, en realidad, ya eran viejas conocidas de
la cultura general. A eso se suman cuestiones
específicas vinculadas a la transición digital y sus
realidades. Así, y de entrada, la cultura digital
no es ajena a los problemas que debe sortear la
tecnología, como es el caso de la obsolescencia.
Por una cierta inercia, tendemos a pensar entre
la población que no hay fecha de caducidad para
nuestros dispositivos y para todo aquello que
hemos subido —o consumido— en la Red. Sin
embargo, llega un momento en el que las cosas
no funcionan, ya sea de una manera accidental
o forzada. En el terreno de la cultura digital,
nos enfrentamos a la obsolescencia tanto en
los soportes como en los mensajes. El primer
terreno es, posiblemente, el más fácil de com-
prender. En cualquier casa hay un cajón en el que
se acumulan smartphones abandonados por las
actualizaciones a un teléfono mejor o sistemas
de almacenamiento de información que han
dejado de ser operativos a medida que las nuevas
ofertas del mercado mejoraban lo existente y
neutralizaban lo anterior. Ya no podemos leer los
CD o los disquetes en los que guardábamos tex-
tos, fotos y otros elementos, puesto que nues-
tros ordenadores más recientes ya no incluyen
la tecnología necesaria para hacerlo. Mucho más
remotas son las cintas de casete o las de VHS,
que nos parecen reliquias de museo.
En ese agujero se pierde la memoria familiar y
personal, pero también la cultura digital a un
nivel más macro. Una acuarela de 1700 o un libro
renacentista continúan siendo accesibles hoy,
porque el soporte en el que operan aún es fun-
cional. Esto no ocurre con una parte importante
de la cultura digital, que está muy conectada a
las herramientas tecnológicas candentes en su
momento de creación y que la mayor parte de
las veces no han sobrevivido al paso de los años.
El videoarte de los ochenta o el trabajo digital
pionero en música que usaba herramientas de
los noventa emplean soportes que ahora son de
difícil acceso. Incluso cuando se aborda la cultura
digital en su vertiente online, es imposible esca-
par a las transiciones en formatos y a los cambios
de uso. Las webs también se van quedando
obsoletas a medida que unas tecnologías dan
paso a otras. Flash24 reinaba en las webs de hace
quince años, pero ya no lo hace: está muerto. En
diciembre de 2020, de hecho, la compañía que lo
había creado, Adobe, dejó de darle soporte.
La ciudadanía tiene la percepción de que
internet es una suerte de memoria eterna,
pero la realidad es mucho más complicada.
Por lo que respecta al mensaje, se produce la
paradoja de que se asume como inevitable que
nada desaparece de la Red y de los entornos digi-
tales, cuando esto no es así. La ciudadanía tiene
la percepción de que internet es una suerte de
memoria eterna, pero la realidad es mucho más
complicada. Los derechos de autor y las venta-
nas de reproducción llevan a que los contenidos
audiovisuales desaparezcan de las plataformas de
streaming, por ejemplo. Sin embargo, el problema
es mucho más complejo. Las propias inercias de
la Red hacen que la memoria de la cultura digital
se pueda esfumar en cuestión de segundos. El
24 Flash triunfó porque permitía hacer animaciones,
enriquecer las páginas web o incorporar elementos
multimedia, lo que la encumbró como la herra-
mienta más atractiva en diseño web entre 2000 y
2010. La aparición de una tecnología más avanzada
(HTML5) y el hecho de que se había convertido en
un riesgo de ciberseguridad fueron su condena.
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