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favorecer el desarrollo del monaquis mo femenino.
Única hija de siete hermanos varo nes (antes del nacimiento de los dos «pequeños», una niña y un niño), muy unida a su madre y a su padre, a su her mano Rodrigo, a su tío paterno Pedro, y a su primo, hijo de su otro tío paterno Francisco, en una familia con ribetes incestuosos, de posición acomodada que se va empobreciendo, Teresa pierde a su madre a los 13 años. Cuan do decide hacerse carmelita y toma
los hábitos en el convento de la En carnación el 2 de noviembre de 1536, tiene 21 años, y su cuerpo es un campo de batalla; se debate entre sus deseos culpables, a los que tan solo se refiere de pasada en su Vida, precisando que sus confesores le prohíben extenderse sobre este tema, y su exaltación idea lizadora, como atestigua su ferviente culto a María (la madre virgen) y a José (el padre simbólico). De una lucidez incomparable, en su biografía con fiesa cómo sus tormentos la llevaron
a sufrir convulsiones y pérdidas de conciencia, seguidas en ciertos casos por comas que duraban hasta cuatro días; el epileptólogo francés Pierre Vercelletto, después del español José GarcíaAlbea, le ha diagnosticado una «epilepsia temporal». Sin embargo, esas crisis se acompañan de extraordinarias «visiones», que la monja describe como «auras» no «vistas» a través de los «ojos del cuerpo», pero a las que a mí me gus ta denominar «fantasmas encarnados»,
es decir, percepciones –a partir de la confusión de todos los sentidos– de
la presencia envolvente, tranquilizado ra y amante del Esposo. El Padre Ideal
y en consecuencia, cruel, que la perse guía haciéndole daño hasta la médula, en adelante se convertirá en Padre amantísimo. Teresa triunfa allí donde Daniel Paul Schreber (cabe recordar que Freud en 1911 interpretó el testimo nio de este hombre de leyes que se sentía perseguido por una paternidad divina feroz) fracasa: Dios ya no la juzga, o lo hace cada vez menos, porque la ama.
El encadenamiento de algunas «visiones» que Teresa reproduce en su Vida traduce la lógica de esta alquimia salvadora. Primero, la «visión» –ima gen que no se percibe a través de los ojos del cuerpo– la sitúa frente a un «rostro severo» que desaprueba a los «visitantes» de la joven religiosa porque se muestran demasiado impertinentes. Luego, la «visión» se convierte en un «sapo» que no deja de engordar; ¿acaso será una alucinación sobre el órgano sexual del visitante? Por último, se tratará del mismo Hombre dolorido tal como la carmelita lo había visto repre sentado en una estatua de Jesucristo
en el patio del convento: un hombre martirizado, con cuyos sufrimientos
se muestra encantada de identificarse para expiar sus tormentos. «Encantada» es la palabra justa, ya que por fin Teresa está unida a «Cristo como hombre»; ella lo hace suyo –«segura de que el Se ñor estaba dentro de mí». «Acaecíame
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