Page 26 - El retrato español en el Museo del Prado
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                las expresiones, las líneas y los colores son inefectivos sin la intencionalidad que ya Quintiliano exponía. La forma de cada cosa se caracteriza por su propia naturaleza o su propósito, algunas causan hilaridad, otras indignación y todas están de acuerdo con la forma puesto que la forma de un objeto es su función, su objetivo. En pintura, los colores son como reclamos para engañar a los ojos, al igual que la belleza sensible de los versos en la poesía, en palabras de Jan Bialostocki.
Hasta el siglo xvii el arte tuvo por objeto admirar la belleza o perfeccionar la natura- leza representada de una forma objetiva; la actitud del espectador ante la obra de arte era igual o se parecía mucho a su propia actitud ante la realidad; sin embargo en el xvii se pro- duce un cambio: en las ideas del artista nace un dualismo de espectador y obra. La obra deja de ser un hecho objetivo para convertir- se en un medio de acción. De este modo au- menta la importancia de los valores ilusionistas de la forma, el papel del delectare, al servicio del permovere y del docere. Y Argan concluye: «El arte del siglo xvii ya no estudia tanto la naturaleza como el alma humana, empleando para ello una frialdad casi científica y bus- cando todos los medios para impresionar al propio hombre y estimular su actividad».
En contrapartida, el xviii, siglo interna- cional por excelencia, en lo que concierne a España se consideraba, hasta fecha reciente, la etapa menos española de la historia de la pintura en el reino y, por ende, de las carac- terísticas de los retratos del periodo, cuando menos, inicial. Fallecidos a fines del xvii los grandes maestros de las escuelas madrileña y sevillana, parecía como si la muerte del
último Austria, Carlos II, y la llegada de un monarca de origen francés al trono –per- teneciente a la casa de Borbón–, Felipe V (1700-46), hubiesen marcado el punto más bajo de las artes pictóricas hispanas y el co- mienzo del predominio de extranjeros en el ámbito español hasta la aparición de Goya. Efectivamente, tal idea constituye una pro- puesta superficial con visos de verdad, pero la moderna investigación ha ido revelando nuevos autores o redescubriendo los perte- necientes a esta etapa, y ya se está en situa- ción de explicar el siglo xviii de manera dis- tinta, con mucha mayor exactitud, que como tradicionalmente se venía haciendo.
Evidentemente, la llegada de una nueva dinastía significó cambios sensibles, pero és- tos ni fueron repentinos ni por igual. El ba- rroquismo del siglo anterior continuó fluyen- do en la corte madrileña, así como en otras ciudades de índole tradicional, aun cuando en el terreno pictórico los autores fuesen secundarios, y la aparición de franceses e italianos contribuyese a ir modernizando las ideas de la escuela española, todavía anclada en principios relacionados con la estética del xvii. La presencia de Luca Giordano (1634- 1705) hasta 1702 en Madrid y los trabajos del pintor tratadista Antonio A. Palomino (1655- 1726), próximos a los del mencionado italia- no, propician el éxito del barroco decorativo; no obstante, los retratos de Miguel Jacinto Meléndez (1679-1734) están por debajo de los de sus homólogos europeos así como los de aquellos artistas menores inferiores a él, nu- merosos, pero arcaizantes, y de talento me- diocre, de varios de los cuales hay retratos conservados en el Prado.
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